El reportero sujeto de este artículo no recibió ningún encargo para escribir sobre el ictus. Simplemente le pasó.
A mediodía del 9 de septiembre de 2014, paseando por la plaza de San Ildefonso, en el centro de Madrid, y con un kilo y medio de tomates colgando del hombro en una bolsa, una sensación de leve inestabilidad llevó al reportero a apoyarse y tomar asiento sobre unas vigas que anunciaban alguna obra pública. El lugar estaba ocupado por tres indigentes que daban buena cuenta de sus yonkilatas de cerveza.
El intruso, que ya reconoció los síntomas de un mareo inusual en su cabeza, pidió ayuda a un viandante, que no pudo evitar el comentario despectivo dirigido a ninguna parte:
—¡Está bueno este!
Uno de los genuinos ocupantes de la calle no pudo evitar responder:
—Este no es de los nuestros. Está de verdad mareado.
El comentario tuvo una gran eficacia porque el camarero de una terraza allí instalada se interesó por la víctima y le ayudó a sentarse a una mesa. Los daños del presunto mareo iban creciendo de una manera muy apreciable. Ya no solo no podía controlar la estabilidad, sino que la pierna y el brazo derechos no obedecían sus órdenes. Había que tomar medidas serias.
El camarero, vuelto a su mentalidad mercantil, le colocó al reportero una coca-cola que costaba 2.50 euros.
No era muy difícil llegar a un diagnóstico desolador. Lo que le pasaba al periodista era que tenía un ataque cerebral, y eso se denomina ictus. Llamó por teléfono a su hijo, que no necesitó mucho para convencerse de que tenía que acudir en ayuda de su padre.
Treinta minutos después, pagada la coca-cola y claramente avanzado el ataque cerebral, el hijo llegó y acompañó al padre hasta la casa donde este guardaba papeles que iba a necesitar.
La llamada al 112 fue de una profesionalidad encomiable.
—Mi padre tiene un ictus y hay que llevarle al hospital.
—¿Cómo sabe usted que es un ictus?
El joven dio un rápido repaso de los síntomas. Media hora después, la ambulancia de los servicios médicos paraba a la puerta de urgencias del hospital Clínico San Carlos.
—¿Está mareado?— le preguntó uno de los sanitarios al enfermo.
—No— respondió este justo antes de ponerse a vomitar como un surtidor.
Lo que siguió a esto fue un despliegue de eficiencia de un ballet formado por personajes uniformados de verde, de blanco o de camisetas de colorines, y que acabó dando sus últimos pasos en torno a una camilla de cualquier instalación médica sin identificar.
Radiografías, análisis, tomas de muestras de todo tipo, temperatura, tensión y vaya usted a saber qué más cosas se sucedían mientras le cambiaban de una camilla a otra en torno a las que se arracimaba el personal que pretendía salvar su vida.
El hijo y la mujer de la víctima habían quedado atrás.
El reportero involuntario se sintió solo, pero tuvo un rasgo de humor:
—Creo que esto, efectivamente, va a ser un ictus.
La víctima quedó en manos de un médico solista que encargó una arteriografía y procedió, con los datos en la mano, a realizar una arriesgada (para el enfermo) maniobra. Tumbado el reportero sobre la camilla, el médico, con ayuda de algún instrumento, trató de ampliar el hueco por el que pasaba al cerebro el flujo sanguíneo.
Las maniobras del radiólogo iban acompañadas de un fenomenal cortejo de imprecaciones, cagamentos y maldiciones prohibidas por la Iglesia, que denotaban el fracaso de los distintos intentos. Harto de procurar salvar la vida a alguien tan aparentemente remiso a permitirlo, el médico dijo:
—¡No hay nada que hacer!
El paciente se atrevió a opinar:
—Doctor, creo que da usted demasiada información a sus clientes. No tranquiliza mucho.
No es seguro que el mensaje llegara a su destino. Un poco después, el médico le comunicó lo infructuoso de su intento a la familia, agitando entre sus ágiles dedos las llaves de su coche:
—Soy el doctor López Ibor, el que mejor hace eso, todo un experto en España. Pero no ha sido posible.
El único tratamiento viable para la obstrucción arterial ya detectada y calibrada era mantener alta la tensión para dar un riego suficiente al cerebro.
La primera noche en la unidad de críticos de accidentes vasculares es cualquier cosa menos tranquila. Una vigilancia intensa que no impidió la visita de la mujer y el hijo del paciente. Sabían que su estado era crítico y veían con una cierta melancolía el anochecer en los montes de Guadarrama, de los que hay una privilegiada vista desde la cabecera de la cama.
El neurólogo se distingue de los demás médicos porque llama la atención de su enfermo con chasquidos de los dedos que pretenden dirigir su mirada hacia distintos ángulos del espacio. Satisfecho ese instinto, comentó que confiaba en una evolución más pacífica.
Pero además de atardeceres privilegiados, la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) vio algunas cosas nuevas: fiebre altísima, toses, desasosiego, vómitos. El enfermo tragó algo inconveniente hacia los pulmones y desarrolló una importante neumonía que ponía su vida, una vez más, en peligro. Eso solo se podía tratar con dosis largas de antibióticos y otros fármacos.
El neurólogo informó a la familia de que se desistiría de maniobras sobre la arteria afectada y se optaría por la solución conservadora: que el propio organismo se ocupara de mantener el flujo sanguíneo. La respiración era la prioridad. La complicación que suponía la neumonía obligaba a hacer una traqueotomía, o sea, un corte limpio por encima de la tráquea para garantizar que el aire llegara a los pulmones.
El enfermo, al despertar de un sueño de 30 horas, supo de esa agresión con arma blanca. Casi al tiempo, su familia le leía los periódicos y se enteró del asesinato de dos norteamericanos degollados por militantes islámicos.
La paranoia no es algo extraño en los enfermos internados, mucho menos si están sometidos a tratamientos con tranquilizantes, analgésicos o somníferos, de los que sobran en cualquier hospital. La coincidencia entre la degollina en Oriente y la propia no le pareció casual al reportero.
En ese momento confluían en su pensamiento muchos elementos que habrían podido con alguien menos bragado. Los problemas con el Estado Islámico se volvieron personales ayudados por las drogas. Viajó en plena noche a Nicosia, e intentó fugarse de un cuartel de la inteligencia israelí, con un resultado frustrante. Tan frustrante que en la UCI del hospital Clínico, donde estaba, le pusieron vigilancia extra para que no volviera a tirarse de la cama y arrastrarse con una sola mano hacia la salida, esquivando a los centinelas armados con subfusiles Uzi.
Nadie le tomó, afortunadamente, en serio. No así su agitada vida de denuncia ciudadana. Un celador cuyo nombre ya no recordará nunca nuestro héroe cometió la tropelía de amenazarle con castigo si no obedecía sus órdenes. El reportero, sabedor de sus derechos, le cantó las cuarenta y le dijo que como ciudadano de una democracia no podía tolerar coacciones de parte de un funcionario público.
La vida en la UCI no transcurría plácida. Sin moverse de su angosto lecho, el reportero tenía una actividad casi frenética.
La familia y algunos amigos contribuían a mantener con vida al protagonista. En una de las muchas ocasiones en las que tuvo que enfrentarse a la elección entre dejarse llevar al otro lado o quedarse en este, resolvió el dilema optando por la vida gracias a que sus próximos le animaron a ello.
En realidad, la decisión no era muy fácil, porque morir resultaba muy sencillo y no daba ningún miedo. Vivir, en cambio, era trabajoso, exigía un esfuerzo moral y, sobre todo, de humor. La salida de las sábanas declarándose una víctima del terrorismo nacionalista le permitió alcanzar alguna notoriedad en la sala. Nunca nadie sabía qué hora era. Pero todos sabían que aquel tipo, que surgía de la ropa de cama con el puño levantado para reclamar mano dura contra los combatientes xenófobos, era tan solo una víctima más del síndrome de la UCI.
Nadie en tres semanas mostró la menor piedad por el sufrimiento del periodista, que fue privado desde el principio de comida y bebida en su estado natural. El reportero se desgañitaba, pese a no tener ni un hilo de voz, reclamando una caridad:
—Por favor, ¿me podría traer alguien un gin-tonic doble y cargado de hielo, y si no, un vaso de agua al menos?
No había respuesta, salvo alguna que otra risita extemporánea.
Los días siguieron pasando en esta penuria y delirio, hasta que llegó la primera de las amnistías. Un neurólogo rodeado de neurólogos le hizo la prueba de los dedos chascados, y sentenció:
—Vas a pasar a planta.
Una nueva vida comenzaba para el enfermo de ictus, que ya había asumido que esa era su condición.
Visión afectada de modo que no hay coordinación en el movimiento de los dos ojos. O sea, el enfermo ve doble.
Deglución deficiente. El enfermo no puede tomar líquidos ni sólidos por boca, solo por una sonda nasogástrica.
Inmovilidad de pierna y brazo.
Deficiente práctica del lenguaje. Mala pronunciación y lentitud en el habla.
O sea, que lo que un rayo de naturaleza desconocida había destrozado en unos minutos se había convertido en cuatro enfermedades de largo aliento que era preciso combatir con una rehabilitación larga.
El reportero se enfrentaba ahora a un trabajo que se le hacía infinito.
Manual del infarto cerebral
También conocido como ictus, este accidente vascular está entre las primeras causas de mortalidad. Para sobrevivir es indispensable reconocer de inmed