Enrique Guzmán pobló el mundo de símbolos que dieron forma y con-figuración visual a su mundo interior; un mundo que llevaba la huella del tiempo que le tocó vivir: tiempo de desencanto y deserciones ideológicas, fin de sistemas y relatos, crisis de las utopías y los credos. El desplazamiento de la fé, no obstante, no es un vacío, es más bien una superposición caótica de imágenes, un collage, donde la picota es llamada a destruir los prestigios y las certidumbres, la distinción de lo bajo y lo elevado, lo culto y lo popular: eso que por comodidad y falta de rigor nombramos postmodernidad. El mundo de Guzmán es también un fondo inexpugnable, es decir, un misterio, un fermento amargo y espeso, donde la pulsión de muerte tiene la seductora forma de una hoja de afeitar, la navaja como ostentación de una renuncia vital, como una provocación frick a los felices; resentimiento y hiel, no tanto el fruto prohibido como el fruto podrido; los referentes mexicanos y populares como gestos de la memoria social de un infante azorado y perdido en un arsenal de recuerdos en tropel, la santa bandera y los días de la escuela, la iconografía religiosa de los hogares mexicanos con su carga naif, onírica y siniestra.
José Antonio Romero rinde tributo a Guzmán dejándose habitar por ese mundo heteróclito y angustiante, por esa morbidez pictórica, por ese mundo que recurre al cromatismo del imaginario popular mexicano para nombrar las cuencas vacías de los ojos de la muerte, el callejón sin salida, el pozo y la caída, el abismo. Romero pinta un mundo apropiándose de él, empapándose de él, corriendo riesgos, viviéndolo, reproduciendo sus acechanzas, sus caminos. José Antonio Romero se deja contaminar por la obra de Guzmán, por las pesadillas que la habitan, por las evocaciones dulces de la infancia, dolorosas cuando son constataciones de un reino perdido y vulnerable.
José Antonio Romero hace arte, propone una recreación del mundo de Guzmán y logra algo distinto, algo personal, porque el ojo y la mano que recrean no son nunca las mismas del artista que crea la obra de partida. Lo sabemos: obra que es intervenida es transformada. Este cuadro de Romero es desde luego un homenaje a Guzmán bastante explícito: en el primer panel, el columpio y la niña en el columpio, representación de la liviandad del ser y del tiempo largo y suspendido de la infancia; la imagen milagrosa que nos intimida desde su condición sagrada vista con los ojos azorados del insomne; el temor y el temblor ante lo sagrado y su oscilación a la impureza, al escatológico discurso del retrete; en el segundo panel, por decirlo así, la sensualidad de una boca-cueva con su enjambre de mariposas azuladas, ilustración del espejismo del deseo y su cosquilleo ilusorio, frágil y fugaz, como el vuelo de las mariposas mismas; en el tercer panel, el erotismo de una sensibilidad barroca que adora el kitsch y lo recrea: el pie cabaretero, ensortijado, las uñas pintadas de un azul intenso; sensibilidad ambigua, recargada, casi camp. Hay también en este panel un toque surreal dado por los objetos que no riman entre sí y que se recortan contra un fondo también inconciliable: el corazón, los cítricos, los moldes, el martillo; desarticulación del logocentrismo racionalista y, en su lugar, postulación del sueño y el delirio; irrupción de lo intempestivo y libertario; el triunfo caótico de la conciencia, aunque ese triunfo sea en realidad una moneda suspendida en el aire: águila o sol, la posibilidad latente de la vida o el rostro velado de la muerte.
Dossier: Leer la Obra, arte interdisciplinario; Eudoro Fonseca Yerena
Eudoro Fonseca Yerena reflexiona sobre “Pasando revista de Guzmán I” de José Antonio Romero Cervantes, obra ganadora del Segundo Bienal de Dibujo y P