En un viaje reciente a Estambul, en Turquía, crucé el Bósforo en un transbordador, mirando cómo caía el crepúsculo sobre la histórica Sultanahmet y perfilaba los delgados minaretes que enmarcan a Hagia Sophia y a la Mezquita Azul. A mi derecha, iluminados a la distancia, se alzaban los modernos rascacielos. Las gaviotas daban vueltas arriba, en medio de las estrellas que iban apareciendo, se zambullían para atrapar pedazos de “simits”, parecidos a bollos en forma de aro, que les lanzaban desde la cubierta.

Era una vista grandiosa, de ensueño. Sin embargo, para mí, a Estambul lo convocaba menos esa icónica vista desde el transbordador que el baclava que me comí en el otro lado.

Lo compré en la apreciada pastelería Karakov Gulluoglu y estaba exquisito, pintado de verde por los pistaches, untado con espesa crema de búfalo, llamada “kaymak”.

Sin embargo, también era más que eso: un cuadrado del tamaño de cuatro mosaicos que unen las influencias turca, bizantina, islámica y persa, con una miríada de capas que recuerdan la larga historia de la ciudad y la mezcla (y, a veces, choque) de culturas, desde el imperio hasta la república. Aun en tiempos de conflicto, la comida siempre ha sido algo relativamente seguro para la polinización cultural cruzada.

Las costumbres alimentarias turcas se celebran estupendamente por su riqueza y diversidad, que incluyen una excitante gama de especialidades étnicas regionales y cosmopolitismo moderno. Sin embargo, para los occidentales, la comida salada tiende a eclipsar a los dulces, que son, quizá, todavía más significativos, cultural e históricamente. Los dulces son una característica importante de la vida cotidiana, tanto como una parte de los arraigados rituales religiosos y seculares.

Perfumados con agua de rosas, cítricos, jazmín, cerezas, membrillo y azafrán; bañados con especias y, a menudo, empapados en fragantes jarabes o con exquisita crema encima, son tan sublimes e intrincados como la repostería francesa elegante.

Para mí, las combinaciones y la variedad de sabores, texturas y técnicas fueron una revelación, totalmente distintas a lo que yo estaba acostumbrada. Decidí hacer de la exploración de los dulces turcos mi centro de atención culinario del viaje.

Sin embargo, primero, algunos antecedentes. Los dulces se volvieron una parte integral del tejido de toda la región durante el ascenso del islam. Debido a que a los musulmanes no se les permite beber vino ni licores, los jugos de frutas almibarados, llamados “sherbets” y otras creaciones se prepararon para las ceremonias religiosas y las reuniones de la realeza.

El énfasis en los dulces se extendió y se convirtió en central para la vida de las personas de todas las religiones y clases, bajo los otomanos. Había un postre asociado a cada ocasión social: se les untaba jarabe en la boca a los infantes cuando nacían para asegurar un futuro lleno de palabras melosas. En los funerales, había halvas de semolina, que son una especie de pasta de harina, como se sigue haciendo ahora.

Las delicias turcas se añadieron posteriormente al repertorio dulce de la región, una innovación del siglo XIX que sigue evolucionando. En las cocinas reposteras de Nar Gourmet, una venerable tienda de provisiones y restaurante en Estambul, hacen versiones extraordinarias de los sabores usuales _ pistaches asados, rosas y masilla _, junto con variedades especiales, como melaza de naranja y de semillas de uva.

Las probé todas con Banu Ozden del Centro para las Artes Culinarias de la Fundación Cultural Turca y aprendí que, a diferencia de las delicias turcas producidas en masa que yo consigo en Estados Unidos, las delicias turcas hechas como Dios manda nunca deben pegarse a los dientes. Se supone que deben derretirse en la boca, dejando detrás un perfume glorioso.

Para ayudarme a asimilar la abrumadora completitud de los dulces turcos, Ozden los desglosó en cuatro categorías distintivas.

En la primera, dijo ella, hay “sherbets” dulces que incluyen pasteles, panqueques y repostería hojaldrada, bañados en almíbar, incluidos los baclavas. En Turquía, los baclavas se hacen, en general, con almíbar en lugar de miel, lo que permite que domine el carácter de los frutos secos. A la repostería, llamada “yufka”, relacionada tanto a la masa filo como a la de “strudel”, también es tradicional untarle con una brocha mantequilla hecha de leche de borrega en lugar de leche de vaca, para darle un sabor más profundo y más rico.

Luego, están los postres de frutas, que, usualmente, contienen albaricoques, peras, cerezas, moras, membrillos o melones escalfados o cubiertos de azúcar. Una técnica de un siglo de antigüedad es cubrir de azúcar rebanadas de calabaza de castilla con cal muerta para preservar un exterior crocante antes de llegar al centro que parece jalea. En el elegante restaurante Mikla, el chef Mehmet Gurs la sirve con sorbete de manzana de Anatolia, semillas de ajonjolí molidas, melaza de uva y espuma hecha de raíz jabonera hervida para un postre que es modernista en forma, pero tradicional en su contenido.

Quizá la categoría más grande de postres sea la de halvas (a veces escrita halvah y relacionadas con halwa, que en árabe se refiere a cualquier tipo de dulce o postre). Abarca tanto la conocida variedad con ajonjolí como un conjunto de confecciones con harinas grasosas y sémolas, generalmente hechas en casa. Las halvas se definen por su textura y dulzor: todas densas y altamente azucaradas, a base de harinas de frutos secos, semillas o granos.

Y, finalmente, una de las categorías de postres turcos más antiguas, de origen centroasiático, consiste de los pudines de leche. Estos incluyen todo tipo de pudines de arroz, así como delicadas natillas con fondos quemados, tipo crème brûlèe.

Algunos pudines son extraordinariamente insólitos, como el “tavuk gogsu”, de pechuga de pollo finamente desmenuzada en hebras delgadas antes de agregarlas a la leche.

También está el “kazandibi”, un pudin con una corteza marrón, profundamente saborizada, que contrasta con la natilla lechosa. Aprendí a hacerla con Engin Akin, una historiadora culinaria y maestra de cocina en Estambul, cuyo libro reciente, “Essential Turkish Cuisine”, explora algunos de los platillos más celebrados de Turquía.

“Una forma de ‘kazandibi’ data del siglo XI”, explicó mientras golpeaba bolitas translúcidas de almáciga, una aromática resina de árbol, hasta hacerlas polvo para darle sabor a la leche. “La palabra ‘kazan’ hace referencia al fondo quemado del perol para el pudín, que es muy delicioso”.

Estambul no es un museo de glorias pasadas, sino una ciudad energética que construye sobre sus propias raíces diversas, incluso, mientras absorbe nuevas influencias. Se puede apreciar eso en el horizonte y se puede saborear a la mesa.

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