Cuando Sarah Marquis tenía ocho años se internó en el bosque cercano a su casa, no le avisó a sus padres y pasó la noche en una cueva.
“Ese fue el principio de todo. Era una niña muy decidida y sabía exactamente lo que quería”, cuenta la exploradora suiza Sarah Marquis desde Madrid, donde escribe su próximo libro, Instinct.
“Me llevé una mochila y a mi perro. Recuerdo que la cueva estaba llena de murciélagos y, cualquier otro niño, podría haber estado aterrado, pero yo estaba fascinada. Sigo siendo esa misma niña, solo que crecí”.
También sus expediciones crecieron. Empezó a viajar sola y a pie por el mundo desde que tenía 17 años, y de eso hace más de 26.
Ha recorrido Australia, Bolivia, Canadá y Estados Unidos, entre muchos otros países. Pero fue su viaje a pie de casi tres años, que inició en 2010, el que le dio fama mundial. Marquis caminó 16 mil kilómetros: inició en Siberia, llegó a Tailandia y, luego de cruzar en barco el océano Índico, recorrió Australia.
Sus travesías son una prueba de supervivencia en la naturaleza. En 2014 fue elegida por National Geographic como una de las Aventureras del Año y, aunque no quiso revelar cuál sería su próximo viaje, sí adelantó que ya tiene decidido a dónde irá.
Has dicho que no sabes por qué caminas tanto. ¿Crees que algún día lo descubrirás?
Al principio no lo sabía, ahora creo que es una forma madura de descubrimiento. Pero me he dado cuenta que viajar caminando es secundario, lo primario es la búsqueda de saber quién soy como ser humano.
Creo que no sabemos quienes somos hasta que estamos a solas, alejados de la sociedad. Muchas veces nos dejamos llevar por la inercia de los días y no pensamos en qué queremos y cuáles son nuestros sueños.
¿Qué fue lo que aprendiste en tu viaje de tres años?
Aprendí a no tener expectativas porque muchas cosas salieron mal. Tuve una infección dental que me obligó a ir al doctor y luego, al regresar al mismo punto para seguir mi viaje, me atacaron narcotraficantes en Laos… Pensaba que las cosas no podían empeorar pero siempre hubo algo imprevisto.
También aprendí a vivir en el momento y a lidiar, paso a paso, con lo que la vida me da. Estar conectada al presente fue la manera como sobreviví a ese viaje y también fue una fuente de alegría. Ahora pequeñas cosas me hacen muy feliz. Descubrí que no necesitamos mucho para ser felices.
¿Cómo es el proceso de adaptación a la sociedad cuando vuelves?
Regresar siempre es un poco peculiar. Cuando se está solo en la naturaleza, el cuerpo se tiene que preparar para sobrevivir: los sentidos se potencian, así que cuando vuelvo debo experimentar un proceso inverso porque, de lo contrario, escucho demasiados sonidos o huelo todo. Cuando regreso me quedo mucho tiempo en casa y solo después empiezo a integrarme a la sociedad. Pero la verdad es que regresar y tomar un baño es casi una experiencia milagrosa (risas).
¿Qué opinan tus padres de tu faceta como exploradora?
Al principio fue muy difícil para ellos y también para mis hermanos. Pero con el tiempo se han tranquilizado. Mi madre me conoce y dice que está segura de que no haré nada estúpido. Además, creo que ella y yo tenemos una conexión muy especial y si algo malo me pasara, ella lo sentiría. Siempre le he agradecido que me apoye; sé que el hecho de que yo viajara desde pequeña la hizo atravesar un infierno.
¿Qué precauciones tomas en tus viajes?
He optado por esconder mis rasgos femeninos lo más que puedo: cubro mi cabello y uso pantalones y playeras de manga larga. Y no me pongo ropa de colores. Se trata de pasar inadvertida.
He empezado a caminar más por las noches, así me siento más segura. Para evitar problemas nunca entro a un pueblo si está oscureciendo, así que sólo lo atravieso si es de día.
¿Has regresado a esa cueva en la que pasaste la noche?
Sí, está a solo un kilómetro y medio de la casa de mis padres (en Montsevelier, Suiza). Usualmente voy con mi madre a buscar flores y té natural. Esa cueva sigue siendo un lugar especial para mí.