En Michigan, cuando los campos reverdecen con la Primavera, los pobladores salen de sus casas a correr, caminar, andar en bicicleta o visitar alguno de los 60 mil lagos que hay en la península.
Una ruta por el sur del estado lleva a tres de sus más hermosas y menos habitadas ciudades, las cuales ofrecen un panorama de lo que Michigan tiene para dar.
Ann Arbor: entre libros
Ann Arbor es una ciudad joven pero culta, siempre llena de vitalidad; algunos habitantes la llaman ‘la Europa de Estados Unidos’. La Universidad de Michigan es la absoluta responsable de la intensa vida de esta ciudad, bastión del Movimiento por los Derechos Civiles de 1955 y las protestas contra la guerra en Vietnam en los años 60’s y 70’s.
Fundada hace casi 200 años en Detroit, pero mudada a Ann Arbor en 1837, la UMich (apócope de la Universidad) ve entrar y salir a miles de jóvenes que llenan de arte los distintos espacios, dentro y fuera de la Universidad.
Entre las facultades hay librerías, cafeterías, un museo (con obras de Picasso y Monet) y salas de cine que proyectan películas antiguas.
B.J. Wilson, luego de estudiar Derecho, se encamina al sur por la calle State, donde se topa con un coro a capella que entona la canción “Faith”, de George Michael. Tras escuchar la música un poco, entra a una pequeña puerta y baja las escaleras. Al fondo del pasillo hay un sótano con televisiones, computadoras y videojuegos de todo tipo: consolas de Atari Nintendo, X-box y Play Station, de todas las generaciones. También hay una larga mesa con herramientas, cables y partes de electrónicos.
“Este es un espacio donde vienen desde aficionados, como yo, hasta estudiantes con maestrías y doctorados en Informática y Programación. Venimos a jugar, a reparar los aparatos y a aprender. Entre todos asumimos los costos de renta, agua y luz, no es un negocio”, explica Wilson, quien acepta cualquier reto en Mario Kart, su videojuego favorito de Nintendo.
Ann Arbor es una ciudad difícil de dejar, renueva el ánimo, invita a recuperar proyectos de juventud y a no tener miedo a nada.
Kalamazoo: al ritmo de folk
A 164 kilómetros de Ann Arbor (dos horas mirando ríos, lagos y árboles desde el tren Amtrak) se encuentra una ciudad con tintes de pueblo rústico. La mayoría de las casas son de madera, la mayoría con un granero en la parte de atrás, rodeado por árboles y flores.
Kalamazoo, aunque tiene calles amplias, pocos automóviles las recorren, lo que permite disfrutar de largas y silenciosas caminatas. En la ciudad se respira un aire bohemio, quizá porque hay salpicados por todas partes bares con guitarristas, bandas de folk o uno que otro intérprete de banjo o acordeón.
Samantha Cooper frota en su violín canciones tradicionales estadounidenses, mientras la gente baila a su compás. Ella revivió la tradición de los Square dance (baile festivo con música country) y una vez al mes reúne a decenas de parejas de todas las edades en el bar de la cervecería Bell, en el Centro de Kalamazoo.
Las familias llevan muchas generaciones viviendo ahí, y uno de sus principales entretenimientos es cumplir con las viejas costumbres que les dan identidad, desde bailar hasta cocina soufflé, como lo hace John Fink (con la receta de su abuela) a los invitados que su hija Elisabeth trae a casa para cenar en su jardín.
Los habitantes de Kalamazoo siempre dan la bienvenida a los extranjeros que pasan por la ciudad: todos quieren presumir alguno de los tantos lagos que tiene la ciudad o llevarlos a su arboleda favorita.
Y en cada estación, hay un tono que presumir a los ojos de extraños: un blanco inmaculado en Invierno, intensos verdes y amarillos en Primavera, trazos grises, marrones y rojos que las aves pintan a las aguas y los cielos de Verano, y relucientes tonos ocre que las hojas de maple y cedros adquieren en el Otoño.
South Haven: estampa en el tiempo
Al extremo Este de la península, a 60 kilómetros de Kalamazoo que pueden recorrerse, como todo el estado, más bellamente en tren, las playas y el puerto de South Haven reciben apaciblemente el baño del enorme lago Michigan (el quinto más grande del mundo).
Este pueblo de menos de cinco mil habitantes parece atrapado en el tiempo: la Catedral de San Basilio, en el bulevar Monroe, observa cómo unos pocos barcos antiguos de madera salen a pescar en la aún fría mañana, mientras algunas personas de blancas cabelleras beben café en el malecón. Esta escena, según los habitantes de South Haven, se reproduce desde que tienen memoria.
Cerca del malecón hay librerías de segunda mano, restaurantes y unos cuantos hoteles con más de 100 años de servicio y muy pocas remodelaciones. En el auditorio Foundry Hall, un grupo de músicos con guitarras, panderetas y cucharas (que al chocarlas funcionan como instrumento musical) interpreta viejas baladas estadounidenses.
Joseph Foster, un multi-instrumentista que administra el auditorio, parece un elegante personaje de principios del Siglo XX: porta un traje café, una camisa azul muy clara, un bombín que cubre su pelo rubio y unos lentes de armazón metálico y redondo con un aumento que hace ver inmensos y profundos sus ojos azules.
“Nací en South Haven y mi vida siempre ha ido a un ritmo muy especial, al del lago Michigan. Puedes observar sus aguas tranquilas, casi inmóviles; eso se ha impregnado en mi familia, mis canciones y en todo el pueblo”, relata Joseph mientras abre las cortinas y enciende el sonido.
La playa está vacía hasta que los primeros rayos del sol comienzan a calentar; una mujer rubia camina con un niño en traje de baño a su lado. Dos perros, un salchicha y un chihuahua, hacen compañía a una pareja de adolescentes que recorre el muelle, hasta que se detienen en su emblemático faro rojo. Ya han llegado muchos visitantes de los pueblos vecinos, aunque frente a la inmensa belleza del lago, su presencia es casi imperceptible.
Locos por los deportes
En Michigan aman los deportes, aunque Ann Arbor ocupa el sitio privilegiado entre los aficionados. La gente apoya a sus equipos bebiendo cervezas stout originarias de pueblos cercanos en bares que casi a diario proyectan algún deporte colegial o profesional.
La mayor prueba de la pasión deportiva en Michigan es el estadio de futbol americano de Ann Arbor, el tercero más grande del mundo, con una capacidad para 109 mil personas y que desde 1975 ha registrado entradas de, al menos, 100 mil personas en cada juego de local.
La Universidad de Michigan tiene 27 equipos (todos ellos conocidos como Michigan Wolverines) en distintas disciplinas, que participan en las ligas colegiales más competitivas y con resultados excepcionales. Ataviados en azul rey y dorado, los Wolverines han conseguido en 10 de los últimos 14 años colocarse en los cinco primeros lugares en la lista de las mejores universidades de Estados Unidos, deportivamente hablando.
Guía práctica
CÓMO LLEGAR
Nuestra experiencia. Volamos con Delta Airlines de la Ciudad de México a Detroit. De ahí se puede tomar el tren Amtrak para llegar a las tres ciudades, empezando por Ann Arbor; son recorridos con bellos paisajes y con un costo promedio de 20 dólares (246 pesos) cada tramo.
Otras opciones. Volar de la Ciudad de México a Chicago y realizar el mismo recorrido, pero a la inversa, es decir, empezando en South Haven.
DÓNDE DORMIR
Nuestra experiencia. En Ann Arbor hay hoteles administrados por la propia Universidad como las residencias ejecutivas de la Ross School of Business, con un costo de 400 dólares por noche (4 mil 900 pesos).
Otras opciones. En Kalamazoo, el Red Roof Inn ofrece buen servicio con habitaciones que comienzan en 60 dólares la noche (740 pesos). En South Haven el Sun ‘n Sand Resort tiene cuartos desde 119 dólares (mil 400 pesos).
DÓNDE COMER
En Ann Arbor se recomienda ir a Silvio’s Organic Pizza y al Ann Arbor Farmers’ Market; en Kalamazoo al Bell’s Eccentric Café y al Blue Dolphin; y en South Haven, Clementine’s es la opción más clásica y familiar, aunque hay que llegar entre las 13:00 y las 14:00 horas porque se llena.