No se burló. No rezongó. No metió la pata. En lugar de eso, cuando Donald J. Trump se presentó ayer para algo así como una visita de Estado concertada precipitadamente en la Ciudad de México, se las arregló para lograr algo en lo que había fallado: comunicar sus ideas políticas con algo parecido a la diplomacia.
De pie debajo de una bandera mexicana, Trump lamentó los crímenes cometidos por inmigrantes, pero sin su lenguaje áspero, insultante y alarmista.
Describió a los inmigrantes mexicanos indocumentados, pero no de la manera fea y racialmente cargada del pasado. Y habló acerca de construir un muro en la frontera sur de Norteamérica, pero en términos mesurados y menos beligerantes.
“Reconocemos y respetamos el derecho de todo País de construir una barrera física”, dijo, antes de agregar, casi avergonzadamente, “un muro”.
Fue Trumpismo en una forma no familiar pero de cualquier modo reconocible: despojado de sus elementos más ofensivos pero fiel a su mensaje esencial.
Fue la actuación más exitosa del verano de Trump, luego de semanas de pifias agonizantes, oportunidades perdidas y números de encuesta flojos.
Por supuesto, como con mucho de lo que rodea a Trump, el día se vio afectado con cuestiones de sinceridad. El presidente de México, Enrique Peña Nieto, afirmó que en la reunión le dijo a Trump que su País nunca pagaría por el muro, mientras Trump declaró que nunca aludieron al quién cargaría con el costo.
No fue claro si la discrepancia fue resultado de la barrera lingüística o de la tendencia de Trump de voltear las cosas.
Al final de la conferencia de prensa de Trump al lado de Peña Nieto, fue claro que a pesar de su campaña en apuros, el republicano conserva los instintos de un hombre del espectáculo.
Rompiendo el protocolo, Trump, invitado en el hogar de un presidente extranjero, apeló a los reporteros aparentemente ignorando al Jefe de Estado de pie a pocos metros a su derecha.
“¡Dilo!”, declaró Trump mientras señalaba a los reporteros que conocía de EU. “¿Sí?”, llamó a otro periodista.
Cuando un reportero preguntó a ambos sobre las hirientes palabras que Trump había usado en el pasado para describir a México, el candidato no se molestó en esperar a que el Presidente hablara primero. Puede haber sido suelo mexicano, pero el escenario aún era de Trump.
“Bueno, comenzaré”, dijo. Se inclinó y ofreció su respuesta.
Por momentos, especialmente durante el almidonado intercambio de declaraciones formales, Trump parecía fuera de su elemento.
Conforme Peña Nieto hablaba largo y tendido, Trump parecía incómodo y casi huraño, girando ligeramente de lado a lado, cruzando los brazos y mirando hacia abajo en lugar de al Presidente. Parecía incapaz de mantener la educada expresión de interés acostumbrada en tales ocasiones.
Trump ocasionalmente asentía al intérprete susurrando a su oído mientras Peña Nieto pronunciaba su discurso en español. (Trump no habla español.)
El cuadro per se era asombroso: Trump, quien ha difamado sin piedad a México, de pie dentro del hogar del Presidente mexicano, rodeado por la pompa y ceremonia de una cumbre formal. La gran casa se encuentra entre campos abiertos, árboles, follaje y un gran complejo de edificios que ahogaban el ruido de la ciudad circundante.
Un aire de improbabilidad se cernía sobre todo el viaje de Trump a México. Gran parte del País quedo estupefacto ante el hecho de que el desarrollador de bienes raíces de Nueva York se hubiera abalanzado sobre una invitación aparentemente hecha a la ligera por su Presidente.
“Creo que es improbable que el gobierno mexicano realmente esperara que Donald Trump tomara la palabra a esta invitación”, dijo Christopher Wilson, subdirector del Instituto México en el Centro Internacional para Académicos Woodrow Wilson.
Traducción: Jéssica de la Portilla Montaño.