“Haremos todo lo que queramos, podemos olvidar el mundo. Entiende que si te caes ahora yo caería contigo y me reiría de lo alto que se ven los demás desde abajo…” Frase de mi madre cuando me rompí una pierna en pleno maratón de atletismo.

Ella decía que nací gritando fuerte y que el llanto cesó cuando me pusieron en su regazo.

“Tus latidos eran fuertes como los trotes de un caballo, los podía sentir en mi pecho, no podía creer que estuvieras conmigo, con vida, eras un milagro”.

Bebés nacen todos los días, le repetía mientras alborotaba su cabello cada vez que recordaba mi nacimiento. Con ella tuve mi primera cita. A los 4 años dejó un smokin negro sobre la cama, un moño rojo y los zapatos negros lustrados, le pidió a papá que me bañara y cambiara, esa fue también la primera vez que fui al peluquero y no al estilista, una vez listo mi papá me roció de su fragancia, colgó la pequeña pañalera a mis hombros, se sentó en cuclillas acoplándose a mi estatura y dijo: “hoy tendrás una cita con una mujer hermosa, trátala bien y permite que cene lo que quiera, yo los estaré esperando. ¿Entendido?” Asentí con la cabeza, realmente no sabía lo que era una cita, pero el hecho de comer fuera de casa me emocionaba.

Papá me acompañó a la recámara de junto, pidió que tocara la puerta y antes de irse puso en mi mano una rosa; “seguro le gustará”. Después de dos toquidos se abrió la puerta, “que bonito vestido, mamá” ella sonrió e hizo un gesto de ternura cuando le obsequié la flor.

Salimos en su auto a nuestra cita. Por el retrovisor la veía cantando la música que yo mismo había seleccionado: villancicos y cri-cri sonaban en el trayecto; al llegar, tomó mi mano, primero un elevador, luego escaleras, ya adentro; escuché a una señorita preguntar a qué nombre estaba la reservación, interrumpí con la inocencia de un niño de mi edad, aseguré: “al mío, yo la invité”. Ambas rieron.

Esa noche mamá me dejó pedir todo lo que quisiera, incluso un pastel de chocolate, cerezas pidió ella. Platicamos de su trabajo y yo le platiqué que Ana Lucía no me caía bien porque no me quiso prestar sus crayones el día que olvidé mi lapicera, recuerdo la cara de mamá: con las cejas reprobaba la conducta de Ana Lucía, pero con sus manos tapaba su boca evitando ser traicionada por la risa.

Al término de la cena, bailamos un poco, había un piano en el centro, la gente nos observaba enternecida y yo suponía que era porque mamá y yo bailábamos bien. Llegó la hora de irnos, caminé hacia la puerta, pero vi que ella no se movía, ven, me indico con la mano. “Un caballero recorre la silla mientras la mujer se levanta”, así que lo hice, me tomó de la mano y volvimos a casa. Dormí todo el camino, cuando mamá me entregó a los brazos de papá: abrí los ojos, ella dijo: felicidades, fue una gran cita y volví a dormir.

Han pasado 25 años desde aquel día y cada noche, cuando me alisto para salir, viene mi madre a mi pensamiento, como quisiera tocar de nuevo esa puerta con una flor en la mano para ella. Necesito de su risa para recordarme cómo éramos antes de que se fuera. Me enseñó, entre todo, a cómo tratar a una chica.

Hoy el smokin es negro, el moño rojo y los zapatos lustrosos, papá está afuera esperando por mí para llevarme a la iglesia. Hoy es mi boda.

Para este momento recurrí repetitivas ocasiones al hospital donde murió mamá, no fue fácil conseguir el nombre de la persona que lleva su corazón. La donación es un tema de suma discreción. Victoria, se llama. Apenas es un poco mayor que mi madre y por increíble que parezca: no son tan diferentes. Ambas tienen un gusto por las cerezas y el pastel de chocolate.

Tras conocer mi historia, accedió a acompañarme este día, justo ahora mi padre está frenando el auto, ella está afuera, esperando. La voz me traiciona y entrecortadas digo las palabras: “qué bonito vestido”, ella sonríe, acto seguido le ofrezco una flor. Ella me toma entre sus brazos, acurruco mi cabeza en su pecho y la anécdota de mi madre ahora se vuelve mía: “tus latidos eran fuertes como los trotes de un caballo, los podía sentir en mi pecho, no podía creer que estuvieras conmigo, con vida, eras un milagro”. Te amo, le digo mientras su corazón se acelera, me aferro fuerte a aquella anciana, este es el lugar donde solía sentirme seguro, el mismo al que llegaba cada tarde después del colegio y con el cual he soñado todo este tiempo, donde sonreí por primera vez y al cual me rendí cuando te vi partir. ¿Recuerdas todas esas citas que siguieron después? Siempre sonriente, incluso en la última en la que no te dije que, a pesar de todos esos tubos en tu cuerpo, te veías hermosa. Sigue latiendo fuerte, de alguna manera sigues conmigo, mamá.

Después de la boda, mi esposa y yo viajamos. A Victoria le perdí la pista. Un verano llamé a su puerta y no había más que un letrero que rezaba: “en venta”. Supongo que así, mi madre se despedía nuevamente de mí.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *