Margarita Zavala, nacida en la Ciudad de México en 1967, aspira a dirigir la República de México. Lo dice en voz alta y está dispuesta a luchar por ello.
Como parte de su campaña, la esposa del ex presidente panista Felipe Calderón lanzó Margarita, mi historia (Grijalbo), una autobiografía que pretende mostrar a una política reflexiva pero también inédita: en sus páginas igual se le ve inyectando formol a los muertos por el terremoto de 1985 que sopesando hacerse religiosa o quejándose por la mordaza que le impusieron cuando fue primera dama entre 2006 y 2012.
Son 180 páginas pobladas de familia, fe y PAN que, al final, destapan una voluntad de hierro. A 19 meses de las elecciones, ella es la favorita en las encuestas. Esta es su historia.
De tal palo…
Los ancestros de Margarita Zavala Gómez del Campo forman una interminable enredadera. Hay un vicepresidente de la efímera República de Texas, cristeros irredentos, almazanistas represaliados y frondas de bisabuelos, abuelos, tíos y primos que desembocan en un familia católica, de clase media y con una figura predominante: la madre de la aspirante, Mercedes Gómez del Campo Martínez, afiliada al derechista Partido de Acción Nacional (PAN) desde 1949.
El peso de la matriarca como luchadora social y amortiguador familiar, es muy superior al del padre, un abogado y profesor que aparece en el libro como un ser distante y gélido.
Ante su hija, la progenitora asume el papel de guía, modelo y confidente. Ambas forman una unidad casi perfecta. No sólo se parecen físicamente y visten los mismos rebozos potosinos, sino que comparten un indomable espíritu político. No en balde fue ella quien la llevó a los 17 años a la primera convención del partido. “La amo y admiro”, dice Zavala.
Católica pura
Margarita Zavala es católica pura. Familia, infancia y creencias beben de la fe de Cristo. Ella misma define su vida religiosa como intensa, tanto que, de niña, en Semana Santa no la dejaban salir a jugar a otras casas, poner música o ver la televisión.
Aunque Zavala intenta quitarle hierro a esta férula -“mis papás nos introdujeron a una religión muy amable, nada persecutoria ni limitativa”, asegura-, en el libro muestra una y otra vez la preeminencia que para ella tiene la lectura atenta de la Biblia, las fiestas de guardar o los buenos sermones.
En este ambiente, no resulta extraño descubrir que de muy joven se aficionó a los retiros de silencio y que incluso exploró la posibilidad de ser religiosa antes que abogada. Una veleidad que su padre resolvió con rapidez de karateca: “Tú no quieres ser monja, lo que quieres es ser madre superiora”.
Felipe
Margarita Zavala y Felipe Calderón forman una de las grandes parejas políticas mexicanas. Es difícil concebir al uno sin el otro. Esta simbiosis beneficia pero también perjudica a Zavala. En el libro intenta continuamente mostrar que ella tuvo una existencia política anterior e independiente. Bajo esa premisa, no le dedica mucho espacio al noviazgo y la vida conyugal.
Se conocieron a edad temprana. Ella tenía 17 años y él 21. El flechazo se dio, cómo no, en una convención del PAN.
“Yo era una joven relajienta, pero nada del otro mundo; me gustaba la fiesta pero no los antros. En ese sentido era una compañera inofensiva”, recuerda.
En aquella reunión política, Zavala se sentó con sus padres. Se celebraba un concurso de oratoria. Por micrófono felicitaron al ganador, un muchacho bajito que guardaba sitio justo detrás de ella. Era Felipe Calderón. “Se me quedó grabado su nombre”.
Pasadas las semanas, sus pasos volvieron a cruzarse. Margarita acudió a un curso para jóvenes militantes y descubrió que Calderón era quien impartía las clases. Intercambiaron teléfonos y empezaron a salir.
El futuro presidente de México, que nunca ha destacado por su lirismo, mandó sus primeras flores a su amada con una tarjeta que decía: “Solidariamente, Felipe”. Pronto mejoró el estilo. Su siguiente envío lo redondeó con versos de Rubén Darío, y tiempo después, en Michoacán, ante un atardecer anaranjado, se sobró y susurró a su amada: “Te regalo un sol con pueblo”.
El cortejo surtió efecto. El noviazgo, sin embargo, no fue fácil. Llegaron a romper y durante un año y medio vivieron separados. ¿Motivo? “Él estaba insoportable”, dice crípticamente Zavala. “Felizmente para ambos, nos arreglamos: sólo alguien como Felipe podía entender que agarrara mis chivas y me largara con los de acción juvenil a hacer campaña. Lo mismo al revés”.
Restablecida la paz, dieron luz a un matrimonio que ha funcionado durante 23 años. Una asociación sentimental, familiar y política, donde ambos han hecho de sus vidas Estado.
“Ha sido un tiempo muy intenso, de una convivencia peculiar y muy feliz. Nuestra relación está oxigenada por el respeto mutuo, por los encuentros y separaciones intermitentes. Cuando recapitulo, entiendo que nuestras carreras políticas han corrido en paralelo”.
Vida en Los Pinos
Margarita Zavala arrastra el estigma de haber sido la esposa del presidente. La carga, aunque ella no lo explicite, la persigue a lo largo del libro.
Sus años en la residencia oficial de Los Pinos (2006-2012) le brindaron popularidad pero le dejaron clavadas algunas espinas. No tanto por la brutal lucha contra el narco desatada por su marido o las acusaciones de violaciones de derechos humanos. Se trata más bien, según se desprende de su relato, de una asfixia psicológica interna. Ahí están el maltrato que le dispensó el presidente Vicente Fox (2000-2006) o la mordaza que sufrió como primera dama.
“El staff de Felipe me hizo la vida algo más difícil: se pronunciaron porque mi papel fuera casi testimonial. Llegaron a pedirme que me abstuviera de asistir a los eventos del Presidente, salvo cuando se me indicara lo contrario”.
La presión la sentía a diario. Sus intentos para evitar que la figura política de su marido la anulara chocaban con una realidad incisiva.
“Decidí no dar entrevistas a ningún medio de comunicación, entre otras cosas porque el equipo de Comunicación determinó que debía quedarme muy calladita”.
En esa fase silenciosa, no dejó de pensar en su futuro ni en el de sus tres hijos. Tampoco de compartir los reveses del poder con su marido.
“En algunos días oscuros, Felipe me confiaba: ‘Doy órdenes que no se cumplen, directrices que no se siguen. A veces me siento como en una pesadilla en donde tienes que correr y no puedes mover las piernas’”.
A finales de 2012 dejaron atrás Los Pinos y se marcharon a vivir a la Universidad de Harvard. En muchos sentidos, fue una liberación para Zavala.
Más que un partido
El PAN lo es todo en la vida de Zavala. Sus padres, su marido, su ambición e incluso su futuro militan en la gran fuerza de la derecha. De algún modo, su autobiografía es la historia de este vínculo. Pese a ello, Zavala no idealiza a Acción Nacional. En la obra pone una y otra vez el dedo en la llaga. Critica tanto su política internacional como su “terrible misoginia”. Y establece un antes y un después de Fox en 2000.
“A raíz del triunfo de Fox el partido fue desplazado, marginado, […] el padrón se llenó de beneficiarios”.
Este dolor por el PAN se mantiene al día de hoy. Zavala dice sentir nostalgia del partido que conoció en los años 80.
“He visto cómo mi partido pierde poco a poco su identidad, veo arribar a ciertos líderes que manejan gente pero no ideas y que no dan valor alguno al nivel cultural e intelectual. […] En el PAN de ahora remo a contracorriente, algunos panistas actuales carecen de valores éticos”.
Sin decirlo, Zavala apunta a su gran rival interno, el presidente de Acción Nacional, Ricardo Anaya. La única figura que se interpone en su candidatura a las elecciones de 2018. El conflicto está abierto. Pero Zavala, favorita en las encuestas, no está dispuesta a dar su brazo a torcer. Ni a negociar. “Ya me he fugado hacia delante”, zanja.
Liberada
Gane o pierda, la historia de Margarita Zavala es la de una ambición.
Mesurada, poco dada a estridencias, casi tímida, la panista oculta en su interior una fiera política. No hay en su biografía locuras ni oropeles, pero sí un camino en línea recta que todos saben a dónde se dirige.
“Festejé mis 18 años porque ya podía votar, mis 21 porque ya podía ser diputada, mis 30 porque podía ser senadora, y mis 35 porque podía ser presidente de la República”, escribe.
Para sus enemigos esa voluntad es sólo deseo de poder; para ella, vocación y servicio. Poco importa. Zavala ya ha puesto las cartas al descubierto.
“Decidí jugármelo todo para ser candidata a la Presidencia de la República por el PAN […] Al lanzarme me liberé, sentí que llevaba toda la vida preparándome pare ese momento”.
Desde ese trampolín, la aspirante asegura que ya nada teme. Vive en paz con sus deseos y ofrece, en sus palabras, “reflexión ética, sentido de la transcendencia y capacidad de resolución de conflictos”.
Así es Zavala vista por ella misma.
Un fagmento del tomo
• “Diego Zavala y Ester Pérez fueron los padres de mi padre; los Zavala son originarios de Yucatán, pero mi abuelo lo confesaba a medias porque a esa rama de la familia, muy conocida por allá, perteneció don Lorenzo de Zavala, calificado de traidor pues luego de una larga vida como destacada figura política se estableció en Texas en 1835 y participó en el proceso que culminó con la declaración de independencia y, un año después, el establecimiento de la República de Texas, de la que fue efímero vicepresidente poco antes de su muerte. Aunque mi papá reniegue, mi madre simpatiza con la poca comprensión a este personaje (mi madre siempre encontraba alguna explicación humana a los comportamientos de los hombres de la historia). Dice con razón que en ese tiempo en Texas no había más que desierto y ciudades despobladas. Cuenta que su abuelo viajó durante un mes desde Chihuahua hasta San Luis Potosí en cinco diligencias para protegerse de un ataque de los indios, así que, sostiene, colonizar Texas era como invadir Marte. De hecho, los texanos reclamaban el abandono del poder central.
El caso es que don Lorenzo no perteneció a mi familia paterna, pero mi bisabuelo lo subrayaba para evitar confusiones; dicen que era un hombre que hablaba poco y cuando le incomodaba algún tema cortaba de tajo la conversación. Sabemos que mi bisabuelo tenía una auténtica vocación por el estudio del Derecho (así que quizá, después de todo, también me llegó por línea de parentesco) y que era autodidacta; sin embargo, por alguna razón que ignoramos, dejó Yucatán y se marchó con su familia a Morelos. Mi madre, que platica mucho más que mi padre sobre nuestros orígenes, piensa que existen dos posiblidades: o se saltó la barda por una aventura amorosa o por la imposibilidad de pagar sus deudas.
Así es como mi abuelo, Diego Homobono Zavala, nació en Xoxocotla. No obstante, su familia emigró por segunda vez, a la Ciudad de México, y llegaron a la calle de Soto, en la colonia Guerrero. Como era el mayor de sus hermanos, tuvo que”…