Hace algunas semanas, en un bar de tempura en Kioto, observaba a un chef solitario, un hombre de mediana edad, cocinando detrás de un mostrador para sus once clientes. El menú del día tenía quince elementos. Eso significaba que en cualquier momento dado, él estaba llevando la cuenta de ciento sesenta y cinco piezas de comida, cada una sujeta a ligeras diferencias de tiempo y técnica. No anotó nada y aparentemente no hizo esfuerzo alguno. Era una demostración de maestría total. No se veía tanto como un empleo sino como una vida: su trabajo era todo su ser.
Eso es algo que uno nota en Japón, la profunda inversión personal que la gente hace en su trabajo. La palabra shokunin, que no tiene traducción directa, lo resume: significa algo como “dominio o maestría de la profesión”, y captura la forma en que los trabajadores japoneses pasan cada día tratando de ser mejores en lo que hacen.
La cultura shokunin puede tener un lado que, para aquellos de nosotros criados en una visión del mundo más brutalmente capitalista, raya en lo ridículo. Afuera del templo Sanjusangendo en Kioto, vi a un hombre de pie con una barra luminosa amarilla, señalando a los peatones hacia la acera en lugar de hacia el estacionamiento cercano. Presumiblemente, si un vehículo hubiese llegado, él habría apuntado hacia el estacionamiento. “Ese tipo es básicamente una señal”, dijo mi hijo. Tenía razón -y ese era un empleo que a menudo ves en Japón, con frecuencia en relación al acceso vehicular: una persona llevando a cabo un empleo que en cualquier otra sociedad desarrollada es o automatizado o ignorado.
En otra ocasión, mientras esperaba en una parada de autobús en la ciudad costera de Kobe, me descubrí observando a un grupo de cinco hombres que taladraba un agujero. O al menos uno de ellos lo hacía; los otros cuatro lo estaban observando. Durante treinta minutos completos eso fue todo lo que hicieron. Pero no lo hicieron de mala gana, o mientras revisaban sus teléfonos inteligentes, o mientras chismeaban, o cualquier cosa. Era como una demostración: “Todas las otras técnicas para observar a un tipo cavando un agujero son incorrectas. Así es como observas a un tipo cavando un agujero”.
“Gente cuyos empleos involucran literalmente no hacer nada”, me dijo un profesor norteamericano luego de que bajé del autobús y describí esta escena. En ese momento, sin embargo, me quedé pensando algo diferente: que lo que yo veía era gente que tenía un fuerte sentimiento de que su trabajo era significativo. Para esos trabajadores, el valor que ellos daban al trabajo no era simplemente su valor económico. Un conductor de tren hace una reverencia cuando entra y sale de un compartimento del tren; un trabajador de la tienda departamental hace lo mismo al ir o venir de un piso de la tienda, sea observado o no, aunque la tienda esté tremendamente concurrida o casi desierta. Está claro que aquí hay profundas diferencias culturales en el trabajo, no todas ellas benignas; la razón por la que los japoneses tienen la palabra para “muerte por trabajo excesivo” es porque la necesitan. Puedes incluso argumentar que el trabajo tiene demasiado significado, está demasiado cargado con consecuencias para la identidad individual en Japón.
Entre los economistas Japón es motivo de burla, una broma, una historia de horror. El auge a finales de los 80 y principios de los 90 -durante los cuales se volvió popular imaginar un futuro económico dominado por Japón, tema del thriller “Sol Naciente”, de Michael Crichton, por ejemplo- fue seguido por una espectacular caída en la bolsa de valores. El índice de acciones Nikkei tuvo un tope de 38,957 el 29 de diciembre de 1989. Durante las siguientes dos décadas cayó 82 por ciento. Veintisiete años después, aún está en menos de la mitad de ese valor de 1989. El valor de las propiedades cayó junto con los precios de las acciones, los cuales convirtieron a grandes partes del sistema financiero en bancos zombis -es decir: bancos que tienen tantos activos malos que esencialmente están quebrados, lo cual significa que no pueden prestar dinero y por lo tanto dejan de cumplir uno de los papeles centrales de un banco en la economía moderna, el cual es ayudar a mantener en movimiento el flujo de crédito.
La economía japonesa cayó en un punto muerto. La inflación se alentó, se estancó y se convirtió en franca deflación. Agrega la población que envejece y disminuye en Japón, el producto interno bruto contraído y políticas aparentemente irreformables, y tendrás la fotografía del perfecto pesimismo económico.
Aunque no se siente así cuando lo visitas. La ira que se manifiesta en gran parte del mundo desarrollado simplemente no es visible en Japón. Un estudioso de la cultura te diría que las demostraciones públicas de ira son mal vistas en Japón; un demógrafo señalaría los difíciles prospectos que confrontan los jóvenes japoneses pagando por el lujoso cuidado de la salud de una generación mayor y los beneficios que tal vez jamás sean capaces de disfrutar por sí mismos. Los números en aumento parecerían implicar una historia sobre estancamiento. Pero el desempleo es prácticamente inexistente -con un tres por ciento, está entre los más bajos en el mundo desarrollado. El envejecimiento de la sociedad es visible, pero también lo es la distinguible vivacidad de las varias culturas de jóvenes. He estado en cantidad de lugares estancados, y también viví en uno o dos, y el Japón contemporáneo no es uno de ellos.
¿Por qué? Gran parte de la respuesta, creo, yace en la actitud distintiva de los japoneses hacia el trabajo -o más específico, hacia el significado en el trabajo.
El trabajo es bueno, pero el trabajo significativo es mejor. Me pregunto si nuestro reluciente mundo de trabajo occidental -postmanufacturero, no sindicalizado, basado en chambas, inseguro- ofrece tanto sentido de significado como alguna vez lo hizo el trabajo, o como aún parece hacerlo Japón. En el poema épico “Omeros” de Derek Walcott, una amplia reimaginación y destrozo del Egeo de Homero y del Caribe contemporáneo, escribe admirable y respetuosamente sobre su protagonista, Aquiles, un pescador de Santa Lucía. Aquiles es un hombre “que nunca subió a un ascensor, /que no tenía pasaporte, pues el horizonte no necesita uno, /nunca rogó ni pidió, no era el mesero de nadie”. Cerca del final del largo, meditabundo y elusivo poema de Walcott, esa línea me dio una sacudida. ¿Qué es tan malo sobre atender mesas? ¿En verdad hay algo tan bajo, algo análogo a mendigar o a pedir, algo sobre ser mesero?
La respuesta a esa cuestión para muchas personas es: sí. No es una verdad humana general sobre los trabajadores de todos los tiempos en todas las culturas, porque hay lugares donde atender y donde el servicio en general son empleos profundamente respetados. Pero es aparente que el nuevo trabajo de servicio tiene a mucha gente haciendo cosas que no son congruentes con su sentido de identidad. Una vida es la historia de una vida, y esa historia, para muchos, se ha convertido en una de declive y pérdida, de reducción en autoestima. La tensión en estatus entre diferentes tipos de trabajo es un tema de “Mi lucha”, de Karl Ove Knausgaard -de hecho, esa es esencialmente su lucha, el vacío entre el sentido del narrador de lo que debería estar haciendo como escritor, y lo que realmente hace todo el día como amo de casa: “Limpiar pisos, lavar ropa, hacer la cena, fregar, ir de compras, jugar con los niños en las áreas de juego, traerlos a casa, desvestirlos, bañarlos, cuidarlos hasta que es hora de dormir, arroparlos, colgar algunas prendas a secar, doblar otras, y guardarlas, ordenar, limpiar mesas, sillas y alacenas”.
Se dice algunas veces que el valor del trabajo de manufactura es exagerado, y que deberíamos simplemente hacernos a la idea de que la mayor parte de los empleos ahora están en industrias de servicio -lo cual es probablemente cierto. Pero el trabajo manufacturero no sindicalizado daba un sentido de comunidad y significado que lo que el trabajo más basado en servicio, más atomizado, más moderno, lucha por dar. No importa que muchos de esos viejos empleos fueran aburridos, o brutalmente repetitivos, o peligrosos, o enfermaran a los trabajadores -o, como la minería del carbón, todo simultáneamente. En el discurso de 1937 en que Franklin D. Roosevelt llamaba por “un pago justo por una jornada de trabajo justa”, recalcaba que “la aplastante mayoría de nuestra población gana su pan diario ya sea en agricultura o en la industria”. El arduo trabajo manual creaba productos tangibles, y eso era parte de lo que hacía que el trabajo pareciera significativo. Mineros y autotrabajadores, trabajadores de las industrias del vestido y la electricidad y la transportación tenían una cohesión social basada en el hecho de que trabajaban y sudaban y vivían y sufrían juntos, creando un producto tangible que les parecía imbuido de significado nacional, incluso históricamente mundial. No pretenderé que desearía haber hecho ese tipo de trabajo, pero envidio el sentimiento de cohesión y solidaridad compartido por la gente que lo hace.
El peligro es que una identidad de clase fundada en el trabajo colectivo es reemplazada por una identidad fundada en resentimiento, más allá de desestabilizar nuestras políticas. Como Japón nos muestra, hay cosas peores para una sociedad que envejecer todos juntos tranquilamente.

Traducción: Jéssica de la Portilla Montaño

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *