No es fácil enfrentarse a un trabajo en la calle, mucho menos a los 2 años.
 Su madre lo carga en su antebrazo izquierdo, ya bien adiestrado para sostener su cuerpo delgado, y con la mano derecha ofrecer las paletas a los conductores, que la miran enfadados, fastidiados, por el tráfico, por el calor encerrado en sus vehículos a eso de las 2 de la tarde. No bajan el cristal, algunos entregan los pesos que traen de cambio.
 Pero no saben lo que es el calor de verdad… Porque no cargan a un pequeño de 2 años, sorteando los coches que no respetan el paso peatonal o que le pisan antes de que se ponga el verde, él se agarra fuerte del hombro de mamá, para no caerse.
 A veces se resguardan en la sombra que da el edificio de cristal, pues Díaz Ordaz es un buen lugar para pedir dinero.
 No quiere platicar cuando comienzo a hacer más preguntas de lo normal, de su familia, de dónde vive, de si tiene más hijos. No dice ya nada.
 Me conmovió cuando se subió al autobús. Él se saboreaba un pedazo de plátano. Que sonrisa le regaló ella, él soltó una carcajada. No se dijeron nada. Que precioso. Se aman, trabajan juntos a diario y se reconfortan con esa mirada y esa sonrisa, al acabar la jornada.
 Iba a tirar el smothie que me compré por la tarde. Que mal agradecida me sentí.
 Llegué y apreté fuerte contra mi pecho a mi hija, con un nudo en la garganta.

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