Cuando Donald Trump anunció en 2015 que buscaría la presidencia en un discurso en el que llamó a los inmigrantes mexicanos criminales y violadores, Rachel McCormick le advirtió a su esposo, Irvi Cruz: “Si gana, nos vamos”.
Ella es profesora de preparatoria, estadounidense de nacimiento y viene de los suburbios de Filadelfia; él es un padre cariñoso dedicado a la casa que migró de manera ilegal del estado de Oaxaca, al suroeste de México.
La noche después de la elección, sentados en su apartamento de Harlem, Irvi estaba seguro de la mudanza hacia el sur.
“Necesito empezar a construir algo y creo que si esperamos seguirá volviéndose más difícil”, afirmó Irvi sobre la década que él y Rachel habían estado juntos, siempre con la creencia de que finalmente sería promulgada alguna política que le permitiría regularizar su estatus migratorio.
Sin embargo, Rachel tenía sus dudas. Miraba el piso de la sala donde estaban esparcidos los libros para colorear y los juguetes de sus hijas.
“Pero ¿es ese el ambiente al que quiero ir?”, cuestionaba. “¿De la ciudad de Nueva York, donde mis hijas van a una escuela pública decente, a un lugar donde las escuelas están cerradas la mayor parte del año porque los maestros están en huelga?”.
Ruptura familiar
La pregunta sobre dónde echar raíces se cierne sobre las nueve millones de familias con un estado migratorio mezclado que se estima hay en Estados Unidos, donde comparten el mismo techo residentes y aquellos que se encuentran en el País sin autorización. Para ellos, la deportación significa una ruptura familiar.
Durante décadas, los políticos han alimentado y después han destruido las esperanzas de los aproximadamente once millones de indocumentados que viven en Estados Unidos; la elección de Trump parece haber vuelto aún más lejana cualquier solución clara para su estatus migratorio. Trump prometió deportar a un gran número de inmigrantes ilegales, pero no ha sido claro sobre los detalles de cómo ejecutará su política.
Debido a que Irvi ha viajado a México y ha vuelto de manera ilegal en varias ocasiones, recibió una sanción que no le permite solicitar su legalización a través de una green card con Rachel, quien es ciudadana estadounidense.
Así que la pareja está atrapada entre la espada y la pared: apostar por una nueva vida en un pequeño pueblo en México lleno de dificultades, donde creció Irvi, o quedarse en Estados Unidos e intentar ignorar la inestabilidad del terreno sobre el cual se encuentran parados.
Cuando se casaron hace siete años se sentían muy optimistas; era la mezcla de dos culturas que, en ese momento, parecía representar algo muy estadounidense.
Durante la boda, Irvi puso una copa al interior de un granero en Hudson Valley y sus invitados, la mitad de ellos con acento mexicano, gritaron: “¡Mazel tov!”. Sus amigos prepararon mole oaxaqueño. Bailaron toda la noche, primero jora, después cumbia.
Se conocieron en un juego de futbol en Poughkeepsie, Nueva York, donde Rachel iba al Vassar College e Irvi trabajaba en la construcción. Ella era una estudiante dedicada y tímida a quien le atrajo el carácter alegre de Irvi. Los unió el sentirse invisibles: Irvi debido a su estatus migratorio y Rachel porque había tenido sobrepeso toda su vida.
Dejar EU diez años
Siempre imaginaron que Irvi podría legalizarse con el tiempo; también lo creyeron los abogados especialistas en migración, cuya asesoría buscaron cada tantos años. Sin embargo, de acuerdo con una ley de 1996, Irvi tendría que dejar Estados Unidos durante diez años para poder solicitar la entrada al País de manera legal de nuevo.
Incluso en ese caso, la familia tendría que probar que enfrenta una dificultad extrema sin Irvi para que él pudiera regresar, lo cual sería difícil, pues Rachel es el principal sostén del hogar.
Las conversaciones acerca de mudarse a México si Irvi fuera deportado, o si la presión crecía demasiado, siempre habían sido hipotéticas.
Mientras eran novios, el estatus de Irvi se sentía más como una pequeña uña enterrada que como un aneurisma a punto de estallar y destruir sus vidas. Sin embargo, esta percepción cambió cuando tuvieron a Sara y Ana, que ahora tienen cuatro y dos años, respectivamente.
Rachel ganaba bien y tenía buenas prestaciones como maestra, así que Irvi durante el día se quedaba en casa con las niñas y trabajaba por las noches sirviendo en un restaurante. Sin embargo, tener un padre indocumentado en casa conlleva riesgos.
Un vecino malhumorado amenazó con llamar a las autoridades, molesto porque las niñas hacían mucho ruido al jugar. Una tarde del verano pasado, Irvi tomó prestado el auto de los padres de Rachel para llevar a las niñas a Coney Island. Distraído por la emoción, casi choca contra una estación de Policía en la entrada del parque. Se estacionó, temblando y “descontrolado”, y llamó a Rachel para que fuera a recogerlos.
Cuando Rachel le dijo a Irvi que se mudaría si Trump ganaba las elecciones, en parte estaba reaccionando a los comentarios del entonces candidato, pero también estaba animando a su esposo. A menudo se sentía culpable de que él hubiera tenido que sacrificar más que ella durante su compromiso, aunque Irvi nunca lo admitiría.
La mañana del 9 de noviembre, Rachel revisó una aplicación de noticias en su teléfono. Los resultados le cayeron como un balde de agua fría. Cuando Sara se despertó, encontró a su madre en un sofá de la sala llorando, con un café en las manos.
Más tarde esa semana, la pareja comenzó a prepararse. Llevaron a las niñas al dentista y pasaron a entregar solicitudes de preescolar para Ana. Rachel comenzó a preocuparse en silencio: ¿encontraría un trabajo que le permitiera continuar pagando sus préstamos estudiantiles?, ¿se adaptarían las niñas?, ¿se adaptaría ella?
Para Rachel fue difícil la última vez que estuvo en San Lorenzo Cacaotepec, el pueblo oaxaqueño de donde es Irvi. Antes de casarse o de que llegaran las niñas, un plan de reforma migratoria no fue aprobado en el congreso estadounidense, lo que había dejado descorazonada a la pareja. Se mudaron a Oaxaca por seis meses.
Era un pueblo aislado y pobre. Se esperaba que las mujeres pasaran los días cocinando y limpiando, muy distinto a lo que estaba acostumbrada Rachel. Aun cuando hablaba español, se sintió abrumada por una sensación de soledad.
“Lloraba mucho”, recordó. “Pasaba mucho tiempo escuchando la radio pública nacional de Estados Unidos e intentando reconectarme, de la misma manera que Irvi pasa mucho tiempo escuchando la radio e intentando conectarse con este otro lugar”.
Después de la elección, decidieron reunirse con un abogado especialista en migración una última vez para asegurarse de que habían considerado todas las opciones. Conforme se acercaba la cita en diciembre, la tensión en casa crecía.
“Creo que tenemos diferentes sentimientos”, dijo Rachel a Irvi una noche. “De alguna manera extraña es como si te hubieran quitado un peso de los hombros, porque piensas ‘Ya me puedo ir a casa’”.
Irvi intentó defenderse. “Siento que para los inmigrantes el hecho de que Donald Trump vaya a ser el nuevo presidente es muy malo”, opinó. “Creo que me impulsa a regresar”.
Rachel respondió: “Pero ¿no es eso lo que él quiere? ¿Y no deberíamos intentar luchar contra ello?”.
Hipotética deportación
Una mañana antes de irse a trabajar, pelearon sobre qué pasaría si Irvi fuera deportado. Rachel tendría que terminar el año escolar en su trabajo. Irvi aseguró que él querría que las niñas lo alcanzaran en seguida en México, lo que Rachel descartó.
Ambos terminaron llorando. Rachel tuvo que irse al trabajo, así que la discusión quedó ahí. Nunca la terminaron.
Sara comenzó a absorber algunas de las ansiedades de sus padres. Empezó a pedirle a Rachel que tradujera al español palabras como “resbaladilla” y “columpio” mientras caminaban por la ciudad. Cambió su color favorito de morado a rojo, porque era más fácil decirlo en español. Cuando su abuela le preguntó si quería usar su sombrero de México para ir a una protesta afuera de la Torre Trump, comenzó a llorar.
La mañana de la cita con el abogado especialista en migración, Irvi tenía los nervios de punta. Ana se estaba malportando, se jalaba los tenis de velcro mientras él se los ponía. De camino a la escuela de Sara, Irvi les gritó a las niñas; después recuperó la compostura y se disculpó. Envió un mensaje de texto a Rachel en su habitual espanglish explicándole que estaba nervioso: “Please, ten mucha paciencia conmigo hoy”.
Dentro de un edificio gris al norte de Harlem, en los pasillos de las oficinas de los abogados, se veían decenas de rostros preocupados que tenían la esperanza de obtener una cita para ese mismo día. Una recepcionista envió a la familia a esperar en una sala atiborrada de gente. Mientras las niñas miraban por la ventana y señalaban los trenes y árboles a Rachel, Irvi permanecía sentado en una silla con los codos sobre las rodillas. Se frotaba las manos de manera nerviosa.
“A veces deseo que no hubiera ninguna posibilidad en vez de tan solo una pequeña”, afirmó Irvi. Rachel era más escéptica. “No creo que ningún abogado te aconseje irte”, dijo. “Pero quiero tener una razón muy convincente para quedarnos”.
Cuando dijeron sus nombres, caminaron a una oficina ruidosa de una sola habitación. Las paredes de los cubículos formaban áreas de poca privacidad en cada esquina. Dos impresoras trabajaban sin parar, generando panfletos en los que se leía “Conoce tus derechos”. En un letrero colgado en la parte interior de la puerta se leía: “¡Prepárate! Las principales preocupaciones migratorias para el mandato de Trump”, en el que se anunciaba un evento para informar a las personas sobre sus opciones.
La voz de Irvi temblaba mientras contaba sus antecedentes migratorios. Cuando terminó de hablar, las niñas comenzaron a llorar y a retorcerse, parecían contagiarse del malestar de sus padres.
El abogado explicó que Irvi seguía sin ser elegible para solicitar un estatus legal a través de Rachel. Sin embargo, desde la elección, la firma había estado experimentando nuevas estrategias para ayudar a sus clientes a legalizarse, temerosos de que las rutas posibles se redujeran durante la siguiente administración.
Puesto que Irvi consideraba que había recibido un pago muy bajo en dos trabajos anteriores, el abogado opinó que podría intentar solicitar una visa que típicamente se otorga a víctimas de tráfico de personas. De acuerdo con algunas interpretaciones de las leyes migratorias, cualquier persona que haya trabajado gratis en Estados Unidos podría ser elegible.
Rachel se enojó: su cara se puso roja, y preguntó si era una opción viable o solo otra falsa esperanza. El abogado tartamudeó una respuesta indirecta. Sara gritó: “¡Me quiero ir a mi casa!”.
“Mientras tanto, ¿cree que él esté en riesgo de ser deportado?”, preguntó Rachel, y recibió otra respuesta poco satisfactoria de una segunda abogada que se había unido a la reunión, Ángela Fernández. “El gobierno no tiene recursos suficientes para perseguir a once millones de indocumentados”, aseguró Fernández.
Ana comenzó a saltar, le lloraba a su mamá, quien preguntaba qué pasaría si Irvi fuera arrestado cuando estuviera solo con las niñas durante el día. “¿Qué les pasaría a mis hijas?”.
“Tome nuestros datos”, respondió Fernández, pasándole una tarjeta con sus números celulares escritos en la parte de atrás. Volteó a ver a Irvi. “Tú también deberías memorizar alguno de estos números”.
Las niñas jalaban el brazo de Rachel. Ella se paró y las llevó afuera. Irvi agradeció a los abogados y se fue.
‘Sólo dilo’
La familia caminó por la calle hasta un restaurante mexicano llamado Guacamole Taquería, ordenaron tortas y enchiladas y riñeron sobre qué hacer con respecto al consejo del abogado.
“¿Quieres irte a México?”, preguntó Rachel.
“A veces sí”, respondió Irvi, y añadió entre lágrimas que pensaba que Rachel nunca le había dado una oportunidad justa a su País.
“Si quieres irte, solo dilo”, dijo Rachel. “Así no hay razón para estar llorando por esto ni para ir a estas citas. Solo dilo”.
Irvi explicó que tenía miedo de que Rachel decidiera regresar a Estados Unidos con las niñas y él se quedara varado en México.
“¿Qué tal si en un año no te gusta?”, exclamó.
Rachel contestó: “¿No es mi turno de que algo no me guste?”.
Irvi no respondió. Las niñas estaban muy inquietas para comer. Pusieron la comida en recipientes para llevar, se subieron a un taxi y de nuevo pospusieron la decisión.
Las siguientes semanas continuaron haciendo arreglos para una posible mudanza para que, en caso de que se vieran forzados a hacerla, estuvieran listos. Unos días antes de Navidad, fueron al consulado mexicano a solicitar la doble ciudadanía para las niñas.
Un guardia de seguridad los detuvo de camino al interior del edificio para advertirles que tendrían que entregar los certificados originales de nacimiento de Ana y Sara, y que ya no se los devolverían. Explicó que había visto que esto molestaba a muchos padres, aun cuando recibían duplicados por correo electrónico.
Al final de la cita, el funcionario consular estrechó las manos de las niñas y las felicitó por su nueva nacionalidad.
“Felicidades, ahora es mexicana”, les dijo a cada una en español.
Sara y Ana miraron a sus padres, como si preguntaran qué significaba eso.

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