En las primeras horas del treinta de octubre, Julio, recostado en su cuarto de la calle Trigueros, tuvo una pesadilla que para él debió ser una premonición. Estaba en Arizona, como hacía unos meses atrás, pero el paisaje era igual al de cualquier pueblucho de México. Caminaba por una de las avenidas. Lo flanqueaba una güera de buenas proporciones. Se detuvieron a media calle a mirar un LG de 42’’ cuando una camioneta se detuvo de súbito. Bajaron de ella decenas de policías y los arrestaron subiéndolos al vehículo. Durante el viaje Julio creyó morir. Luego de varias horas la camioneta se detuvo a la orilla de la carretera y los de inmigración tumbaron boca abajo, sobre la rudeza del desierto. Uno de ellos, parecido a Mario Acosta, le apuntó certero a la cabeza con su pistola cuarenta y cinco y sin decir palabra jaló del gatillo. Julio despertó bañado en sudor. Miró su reloj de pulsera: las siete y media. Se le había hecho tarde. El distribuidor farmacéutico llegaba siempre a las ocho en punto y no tardaría en pasar por la alameda.

La mañana del treinta de octubre Antonio tomó sus provisiones usuales: la caja del almuerzo, la etiquetadora electrónica y el folio de pedidos. Revisó las llantas, el aceite y el depósito de anticongelante. Cargó combustible en la gasolinera y le limpiaron el parabrisas. Su primera venta sería en la farmacia Acosta. A las siete cuarenta y cinco llegó a la alameda. En la esquina de Mutualismo y Palo seco Francisco miró la llegada de la Chevrolet verde, doble cabina, y urgió a Santiago a ponerse atento. Colocaron grandes piedras en el camino a modo de trampa. Antonio, sin percatarse de la argucia, giró con buena velocidad a la izquierda y no evitó impactarse de frente contra el improvisado muro. Santiago saltó de su escondite y abrió la portezuela de la Chevrolet y sacó de un tirón al conductor. Francisco, apostado al otro lado del camino, subió a la camioneta por la otra puerta, la del copiloto, y mandó arrancar el motor que, milagrosamente, luego del impacto, volvió a encender. Santiago se echó de reversa y como sagaz conductor viró en ciento ochenta grados y volvió sobre el mismo camino al punto de encuentro convenido en el menudo de doña Chole. Julio miraba a la distancia.

En los diarios locales la policía de Valle de Santiago afirmó haber encontrado la camioneta en las inmediaciones de la colonia Piedra Clavada. El vehículo, decía la nota, carecía de estéreo y las portezuelas del mismo estaban abiertas. En el suelo se encontraron la caja del almuerzo, sin el almuerzo, la etiquetadora electrónica, y las hojas de pedidos desperdigadas a lo largo de la calle. Los productos de la Chevrolet estaban intactos. Antonio acostumbraba llevar en un juego aparte las llaves que abrían la cajuela. Mario Acosta declaró que el robo había sido inútil y perpetrado por unos aficionados. Ahora, como todo el mundo sabía, dijo Mario en su declaración a los medios, los pagos eran exigidos en formato electrónico. El representante de la farmacéutica sólo pasaba por el comprobante de la transacción, y a levantar nuevos pedidos. A veces hacía entregas. Todo ajustadito al estilo americano de hacer negocios. Más tarde se supo que la policía andaba tras la pista de un tal Francisco: jamás lo encontraron. Julio, quién leyó la nota desde temprano, habló con Santiago para irse con él a Los Ángeles. Partirían en dos días. Se supo entre los corrillos del pueblo que este no volvió a hablar de venganza en toda su vida.

 

José Antonio Banda (Coatzacoalcos, 1982). Ganador del Premio Nacional de Poesía “Bartolomé Delgado de León” en 2014 y del Premio “Ramón Figuerola” en 2016. Autor de Cuaderno en ruinas (Plataforma, 2011), Teoría de la desolación (Azafrán y Cinabrio, 2012), El Pozo abierto (Cartonera.

 La Cecilia, 2014; Quemar las naves, 2016) y Río interior (Ediciones Atrasalante/ISC, 2016). Becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Guanajuato, en el 2013.

 

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