Recuerdo el día que vi ese edificio en blanco, gigante. Se levantaba justo al lado del estadio. Me dijeron que iba a ser un teatro. Pensé que era una bonita alegoría la promesa de una ciudad apostando por ese algo que nos faltaba para completar nuestra ciudad.
El día que se inauguró, León abría sus puertas a la cultura, al teatro, al arte en un edificio magnífico que no le pedía nada a cualquier recinto del mundo. Me reía de emoción al escuchar a la orquesta afinar. Siempre me pareció el sonido más bonito de antesala a una experiencia, como el olor a galletas antes de salir del horno.
Recuerdo mirar hacia atrás y ver unas personas muy atentas a lo que sucedía en cada butaca. Ellos no eran público, ellos sabían muy bien quién tocaba, cuáles eran los nombres de cada músico. Recuerdo haber dicho: “Algún día trabajaré aquí”.
Unos cuantos años después entré por la puerta, de becaria. Y fue cuando conocí por dentro lo que cuestan, en trabajo, unas horas en el escenario.
Y fue allí mismo, donde tuve el privilegio de conocer al Maestro Alonso Escalante. No les voy a mentir, al principio me imponía la figura del director del Teatro del Bicentenario. Creo que hice bastantes ridículos enfrente de él con mi manía de cometer torpezas cuando me pongo nerviosa.
Con el tiempo, mi admiración por cómo trabajaba y el arte que tenía de darle un lugar importante a cada una de las personas que estábamos a su cargo fue in crescendo.
He trabajado desde los 19 años en diferentes lugares, y créanme, admirar a tu jefe no es muy común. Y menos cuando tienes 23 años y te piden renunciar a todos tus fines de semana, horas de descanso y las noches en casa temprano. Pero creo que todos los que estábamos allí (y los que aún están) lo hacíamos encantados. Porque todo el equipo, con Alonso Escalante a la cabeza, transmitían una pasión por su trabajo muy fácil de contagiar.
Se me ocurrió la idea de escribir sobre lo que pasaba allí, me colgué descarada y felizmente al tren y me faltaron días y páginas para terminarles de contar todo lo que aprendí en ese lugar.
Hoy lloro de impotencia, por cómo están tratando a un hombre que se ha dejado la vida por ese teatro. Lloro porque hay demasiados que prefieren pisar antes que cultivar. Pensé que un buen trabajo y espectáculos agotados eran la prueba de que lo que se hacía allí dentro era lo mejor del teatro nacional. Lloro porque no son suficientes nuestras protestas sino la conveniencia de un juego que no termino de entender, ¡ni aceptar!
Porque el verdadero valor no está en la acústica, el diseño o la proyección del edificio sino en la habilidad de un guía para poner una dirección con visión y la pasión de su equipo que mueve todos los engranes para que el proyecto avance.
Gracias Alonso, por las tardes que nos diste explicándonos de qué va lo que sucede dentro de un teatro. Gracias por la paciencia y el esfuerzo que tuviste al ir proyectando espectáculos cada vez mejores. Gracias por las noches de teatro con aplausos en mano. Gracias por enseñarme lo que es ser un verdadero profesional.
Creo que no hay mayor obsequio que la mirada de orgullo que tenemos todos los que hemos tenido la suerte de colaborar con tu sueño.
Y solo me queda decirte: Oh captain, my captain!
Oh Captain, my captain!
Crónicas viajeras
Oh Captain, my captain!