Sobre la banqueta en ambos lados de la avenida Al Hashimi hay puestos de ropa, comida y artesanías. Los vendedores vociferan con enjundia pero sus gritos se pierden entre el bullicio impenetrable de esta ciudad repleta de vida.
De pronto, una melodía lírica se apropia de las calles, y las cabezas se giran en dirección a los altos minaretes (torres) de la mezquita Al Husseini: sólo entonces comprendo que este canto agudo es un llamado a la oración.
Esta mezquita fue construida en 1924 por el rey Abdullah I, en el mismo lugar donde se cree que estuvo una gran catedral, cuando esta ciudad se llamaba Filadelfia y formaba parte del Imperio Romano.
En la actualidad, la mezquita señala el Centro Histórico de Amán, capital del Reino Hachemita de Jordania.
Obedeciendo a la curiosidad me acerco.
Un hombre toca mi espalda y me invita con señas a entrar. Sin pensarlo demasiado lo sigo a través de la puerta principal.
Ya en el patio el hombre se quita el calzado y me pide que haga lo mismo. Parece adivinar lo que estoy pensando, pues sonríe ligeramente y menea la cabeza, como diciendo “nadie va a tomar tus zapatos”.
El hombre se aleja de mí y se pierde entre el tumulto. Opto por cruzar el patio en dirección a la sala de oraciones. Es una habitación amplia con techos altos, ventanas opacas y paredes desnudas. Hay siete grandes columnas que forman arcos a lo largo de la habitación, y del techo penden candelabros de formas variadas.
Dentro, el mobiliario es casi nulo: la única silla en toda la sala está ocupada por un anciano barbado que habla pausadamente a través de un micrófono. Los demás hombres están echados sobre el suelo alfombrado, algunos escuchan con atención las palabras del viejo mientras otros parecen dormir profundamente. En la sala permea un olor fuerte, mezcla de sudor y pies descalzos.
Sin protocolo aparente los hombres cruzan la habitación hacia alguna de las ventanas y toman los libros apilados en los alféizares. Me alzo y tomo uno también: son copias del Corán, el libro sagrado del Islam. Lo hojeo en balde por unos minutos y lo deposito de regreso en su lugar.
Cuando el anciano termina su sermón, dos hombres se acercan a él, lo ayudan a levantarse y salen juntos de la habitación. Tras su partida el ambiente se relaja y empiezan a brotar conversaciones silenciosas por los rincones de la sala.
Permanezco quieto unos minutos más, tratando de hacer una analogía imposible entre la mezquita y las templos católicos. Pareciera que aquí los hombres se sienten más en casa, un punto de reunión donde vienen a rezar pero también a charlar con los amigos.
Fuera de la sala, el sol cae ya sin fuerza sobre los mosaicos que adornan el quiosco del patio. Tras el umbral de la puerta principal hay varios grupos de mujeres que esperan a que sus hijos, esposos o padres salgan del recinto, pues ellas no tienen permitido entrar aquí.
Voy al sitio donde dejé mis zapatos; afortunadamente siguen ahí. Miro a mi alrededor por última vez antes de salir y encuentro el rostro del hombre que conocí al principio: sonríe amigablemente y señala mis zapatos, como diciendo “¿ves? Nadie los iba a tomar”.
Al centro de la fe
Sobre la banqueta en ambos lados de la avenida Al Hashimi hay puestos de ropa, comida y artesanías.