Tres hombres sacan agua de un aljibe frente al Oxxo de la glorieta del templo de santa Margarita en Villas de Irapuato. La transportan en un balde y la vierten sobre los adoquines manchados con sangre. Uno empuña una escoba con la que trata de retirar lo que queda en el lugar de la persona atropellada y acribillada el pasado martes. Aún no la identifican, aún no se conoce su nombre. Es jueves en la tarde, con mi hijo entramos a la tienda de conveniencia para preguntar por detalles del evento. Ninguno de los cajeros estuvo en turno ese día, o eso dicen, y comentan que hay que andar con cuidado.
La operación de limpieza continúa afuera, ahora uno de los hombres se acerca con una botella con ácido muriático. La vierte sobre el adocreto y mientras cruzamos la calle en dirección al templo vemos cómo el vapor que despide el ácido se eleva con la luz vespertina. Converso con algunas personas que esperan la combi frente la iglesia, busco saber si es cierta la versión que leí en la prensa sobre la cercanía del presidente municipal Ricardo Ortiz durante la ejecución. Tengo dos versiones, en ambas el alcalde se encuentra a unas casas del hecho, escucha los balazos y llama a la Secretaría de Seguridad Ciudadana para que se presenten en el lugar. En una de ellas, lo que se intuye de la nota del AM, lo retiran para resguardarlo.
Ninguno de quienes esperan el transporte estuvo presente, o eso dicen, con algunos minutos de diferencia abordaron la combi que ahora esperan. Como es de esperarse, comentan sobre la seguridad perdida y lo cuidadoso que hay que ser. Comento mi versión del alcalde, aquel que llama a las víctimas inocentes de balaceras, a aquellos que han muerto por pasar por el lugar equivocado en el momento equivocado: “daños colaterales”. Para él, las víctimas no tienen nombres y son sólo un efecto de una guerra en la que hay que esperar que “se maten entre ellos”. Quiero saber si estuvo siquiera cerca de ser un colateral más.
Comento con ellos sobre una mujer que esperaba a uno de sus hijos frente al templo, tuvo que tirarse al césped con varios chiquillos porque la sorprendieron los balazos. En frente, la tarea de limpieza continúa, la mancha se empecina y veo salir a uno de los hombres con otra botella de plástico. En ese momento llega una camioneta de la policía municipal. Nos despedimos y regreso al otro lado de la calle. Mi conversación con el patrullero es muy breve, no quiere comentar nada. Sólo dice que está en esto para alimentar a su familia. No importuno más y me retiro.
En la noche de ese mismo jueves, debo salir y la ciudad está desierta. Me entero que casi a la misma hora que visitaba el templo de Santa Margarita, frente al estadio, en el semáforo de Emilio Carranza, un grupo repartido en tres camionetas acribilló a dos ministeriales, Elizabeth Padilla Cárdenas, de 36 años, y Axel Flores González, de 28. Se levantó un centenar de casquillos percutidos.
El viernes en la mañana, Ricardo Ortiz, el mismo presidente municipal que pasó casi medio año de licencia haciendo campaña y esperando el momento adecuado para reasumir su cargo, clama por “una verdadera coordinación en seguridad” con instancias federales y estatales. Pienso en el adjetivo: verdadera. De igual forma, pienso que es el mismo personaje peleado con el observatorio ciudadano, a cuyo informe no asistió el pasado lunes. Pienso en el personaje que ningunea a los empresarios de Irapuato (en particular a aquellos que no se dedican a la construcción) y a cualquier organización civil, que como él, clame por seguridad o por cualquier otro derecho ciudadano. Me pregunto cuánto ácido se requerirá para borrar esa mancha.
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