Ya hacía más de cuatro años que se había estrenado en los cines del centro de aquella época y había durado en cartelera bastante tiempo; por razones económicas y de penetración publicitaria en las colonias periféricas de entonces, muchas familias se habían quedado sin verla, aunque se comentaba de boca en boca. 

“Marcelino Pan y Vino” era la ansiada película que muchos queríamos admirar.

Su contenido era netamente católico, con una esmerada producción española, actores de calidad, buena escenografía, pero sobre todo la fotografía en blanco y negro con movimientos y planos exactos y convenientes para mantener cierto ambiente místico y solemne para inmortalizar el milagro; se lograba el objetivo: conmover al espectador hasta las lágrimas. 

Obviamente la magistral actuación de Pablito Calvo, como nunca más volvería a hacerlo.

La oportunidad ahora de referirme a este episodio de vida, resulta inmejorable, pues el 16 de marzo se conmemoró el aniversario del natalicio de este formidable actor infantil y también por la cercanía de la Semana Santa, en las que después cada año fue tradición exhibir en esas épocas, esta película y otras como “Jesús de Nazareth” y “El Mártir del Calvario”, mexicanas; y extranjeras como “El Manto Sagrado” y “Demetrio El Gladiador”, dos películas por función qué caray, para que hubiera suficientes espectadores, pues había mucho tiempo para ello, pero poco dinero para gastarlo.

Su servidor tendría unos ocho años de edad y también compartía el entusiasmo por ver la película que ya se anunciaba en la cartelera del cine adaptado a un costado o en la parte trasera del templo del Espíritu Santo, allá en la Colonia Industrial en las calles Dolores Hidalgo, Romita, Irapuato y Valverde Téllez; además de que dos semanas antes la promovían en la colonia para acudir el domingo, lunes o martes.

Mis hermanos Ildefonso, Humberto, Alicia y Francisco fuimos aquel domingo de estreno, en realidad ellos me llevaron; la función iniciaba a las 16:00 horas. Ya la señorita Chabelita, quien cobraba la entrada estaba aperturando media hora antes, contaba también con una mesa donde vendía productos diversos comestibles para la función. 

El recinto era un galerón de aproximadamente unos 60 o 70 metros de largo por 12 de ancho, con una pantalla al frente y un tapanco de por medio; bancas de madera a todo lo largo con espacio entre ellas para permitir el paso y sentarse.

En cada una cabrían unas ocho a 10 personas y al extremo de la pantalla o al lado de frente a ella, había encima de las últimas siete bancas un tapanco con soportes y vigas de madera que en su parte alta formaba unas gradas, al que se accedía por una escalera también de madera y allá se acomodaban algunos espectadores, precisamente donde se ubicaba la cabina desde donde se encontraba el proyector y quien lo manipulaba, “El Cácaro”, era un muchachón veinteañero llamado Juan, hijo de don Santiago, dueño del recinto y hermano de doña Chabelita.

Ese día lo novedoso fue que se acomodaron hasta mero adelante el señor Cura Tomás Becerra con algunos familiares y sus sacerdotes jóvenes adscritos a esa Parroquia, los inolvidables Padre Lucito y Padre Jesús Sandoval. 

Esa imagen, ese recuerdo, permanece aún en mi mente después de tantos años, parecía una escena como para una película dentro de la misma película, lo que también me hizo remembrar “Cinema Paradiso” de Giusseppe Tornatore.

Al terminar la película “Marcelino Pan y Vino”, con el sueño del niño  en los brazos de aquel Cristo arrumbado que cobró vida y bajó de su cruz para comer, beber y platicar con él, y antes de que culminara la voz del narrador, el Cura Tomás Becerra y los otros dos sacerdotes se pusieron de pie y comenzaron a aplaudir.

Toda la concurrencia los seguimos también de pie, hasta que se encendieron las luces y pudimos ver los rostros llorosos de los asistentes y sobre todo las mujeres abiertamente enjugando sus lágrimas, en tanto que los varones lo hacían discretamente.

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