El deporte es un ámbito en el que no se ha logrado por completo romper con el paradigma del binario de género y de la división sexual. Solo como ejemplo, cada cuatro años al llevarse a cabo los juegos olímpicos, vemos que las disciplinas se dividen no sólo por categorías del tipo técnico, sino también de sexo. En ocasiones, puede llegar a influir incluso en actividades deportivas escolares desde temprana edad: porra o danza para las mujeres, fútbol o karate para los hombres.

Estas divisiones sexuales en el deporte por lo general son justificadas desde la biología: los hombres son más fuertes y resistentes, las mujeres más débiles y delicadas, por lo que sería injusto hacer competencias mixtas pues las mujeres estarían en desventaja. Pero, ¿qué tan cierta es esta afirmación en la actualidad? ¿sigue siendo lo más justo hacer estas clasificaciones? ¿qué dilemas conlleva continuar dividiéndonos como hombres y mujeres? Para encontrar las respuestas habrá que partir, como mínimo, de la decisión de qué es ser hombre y qué es ser mujer, sin que los parámetros utilizados para definirlo sean discriminatorios.

Caster Semenya es una atleta sudafricana de 28 años que ostenta dos medallas olímpicas de oro y que vive con hiperandrogenismo, es decir, naturalmente tiene niveles altos de testosterona. Ello ha provocado que desde 2008 haya vivido intromisiones en su cuerpo y vida privada: después de romper un récord a los 18 años, se le requirió “comprobar” que era mujer.

En abril de 2018, la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo anunció nuevas reglas concernientes a la participación deportiva internacional de mujeres atletas como Semenya, estableciendo que para poder competir, tendrían que tomar medicamentos que reduzcan sus niveles de testosterona. Caster decidió cuestionar la regla ante el Tribunal de Arbitraje Deportivo, por considerarla discriminatoria pues ¿a qué otro atleta le es requerido alterar la naturaleza de su cuerpo para poder competir? Cabe mencionar que ello afectaría también a otras grandes atletas, como a Francine Niyonsaba, quien quedó en segundo lugar ante Caster en Río 2016.

El Tribunal decidió contra lo planteado por la sudafricana. Con ello la regla quedará vigente, a pesar de que se expuso que no existe evidencia clara de que altos niveles de testosterona sean la razón de sus habilidades atléticas. ¿Qué es, entonces, ser mujer? ¿lo que nos define son los órganos sexuales, los genes, los niveles de testosterona?

¿Por qué fiscalizar esto ante el caso de una mujer sudafricana y no ante el caso de otras cualidades naturales? Por ejemplo, de no haber sido por las medidas extraordinarias de sus brazos y su menor producción de ácido láctico, tal vez el estadounidense Michael Phelps no sería el hombre con más medallas olímpicas en la historia. Y si se fiscalizaran estas características, ¿cuál sería el parámetro? ¿cuánta gente quedaría excluida? ¿qué récords se podrían esperar excluyendo a una parte de la población que un grupo de personas decidió que no merece competir?

El caso de Caster Semenya es una oportunidad para cuestionarnos el status quo del deporte y, tal vez, de todos los ámbitos en los que continúan naturalizadas divisiones sexuales. Evidencia también la construcción androcentrista de nuestras mentalidades: para determinar que alguien es mujer, basta solo asegurarse de que no sea hombre, es decir, por exclusión a partir de características tradicionalmente asociadas a “lo masculino”, como la testosterona. Pero, sobre todo, Caster Semenya nos recuerda la diversidad humana que desafía lo que históricamente se nos ha dicho que significa ser mujer o ser hombre.

Amicus, “Derechos Humanos por el cambio social”

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