Lo que hay dentro de las corporaciones policiacas mexicanas siempre será un tema de oscuridad, propicio para series de Netflix. La detención de Genaro García Luna en Estados Unidos inaugura un nuevo capítulo: el primer exsecretario de Estado inculpado como narcotraficante por Estados Unidos mientras trabajaba en Miami.
A García Luna le gustaba exhibir lo que hacía; diríamos que tenía afición por escenificar su trabajo; presumía todas sus armas e inventos para combatir el crimen, desde secuestradores hasta los cárteles de la droga. Para eso invitaba a empresarios, periodistas y políticos a las instalaciones de la Secretaría de Seguridad Pública.
Ahí se iniciaba un recorrido donde, en cada sección, sus colaboradores se paraban al unísono cuando los invitados llegaban. Un protocolo teatral e inútil. Era una distracción del trabajo al que le debían de otorgar toda su atención. Las distracciones, ya lo sabemos, matan la concentración y la productividad.
La única sección de aquel búnker donde no se dio el “párense para saludar” fue donde estaba una centena de jóvenes escuchando conversaciones telefónicas, indispensables para identificar delitos como las extorsiones desde las penitenciarías.
Lo primero que mostraron fue un banco de voces, como si fuera un registro de huellas dactilares. La voz, a pesar de fingirse, deja rastros útiles para identificar secuestros, extorsiones y conversaciones entre delincuentes.
Luego pasamos a un centro de control en un primer sótano donde se monitoreaba con múltiples pantallas lo que sucedía en las principales carreteras del país. También había un centro de emergencias donde, ante un problema nacional, una amenaza terrorista o un gran desastre natural como un terremoto, se podría reunir el Presidente con su gabinete de seguridad. De película. Nunca supimos si se usó.
Había una tercera sección donde nadie ajeno a la Secretaría de Seguridad o que no tuviera alto rango podía ingresar. Era la cocina donde no se podía observar todo lo que se cocinaba en aquella todopoderosa secretaría.
Al final nos mostraron los primeros laboratorios de identificación científica de registros genéticos. Hace una década era lo más avanzado. García Luna nos presentaba con doctores e investigadores que le darían una fórmula nueva al combate contra el crimen.
Para salir del búnker, construido con concreto espeso y reforzado había las medidas más altas de seguridad. A una terraza llegó un helicóptero “Black Hawk”, de esos que vemos en las películas de guerra. Como los que usaron para llevar a las tropas especiales norteamericanas de asalto de Afganistán a Paquistán y acabar con Osama bin Laden.
El monstruo aéreo que vale más de 20 millones de dólares se levantó impetuoso para cruzar en siete minutos la CDMX desde el poniente hasta Iztapalapa, donde se entrenaba a miles de policías federales.
Ahí nos dieron otro espectáculo con tanquetas y “rinos” con chorros de agua de alta presión para enfrentar tanto a grupos armados como a turbas enfurecidas. Los soldados convertidos en policías federales tuvieron a bien montar varios números donde mostraban sus aptitudes y destreza.
Todo quedaría ahí, hasta que el tiempo convirtió al sexenio de Felipe Calderón en el primer desastre humanitario de criminalidad desde la Revolución.
Nunca imaginamos que García Luna estaría subordinado al dinero del “Chapo”. De ser corrupto, con el presupuesto que tenía la Secretaría de Seguridad Pública, los 3 o 5 millones de dólares de presunto soborno hubieran palidecido con los dineros que tienen ex gobernadores o el hoy director de la CFE, Manuel Bartlett. Al final del día Calderón y García Luna fueron mucho ruido y pocas nueces.