Vivimos en el limbo. No nos hemos dado cuenta, o más bien quisiéramos no darnos cuenta, ocultarlo, tratar de olvidarlo, fingir con todas nuestras fuerzas que no es así. Pero la realidad es que vivimos en el limbo de la justicia. Un país en el que, desde hace ya demasiados años, simulamos que existe el Estado de derecho, hablamos a diario del trabajo de policías y fiscales y abogados y jueces y magistrados y ministros, de procesos y recursos, de administración y procuración, e incluso de sentencias, como si todo funcionara, como si cada quien hiciera lo que le corresponde, como si fuéramos un país normal, aunque en el fondo todos sepamos que esta gigantesca maquinaria -esta enredada y caótica burocracia- casi nunca funciona.
Del mismo modo que durante la larga hegemonía priista vivíamos en una democracia simulada, donde en teoría había leyes electorales equitativas, partidos de oposición y posibilidades de impugnar las irregularidades, pero en realidad la democracia era una quimera que jamás rozaba la realidad, nuestro sistema de justicia se construyó de modo equivalente, con una abstrusa red de ordenamientos jurídicos, contradictorios y enfrentados entre sí, jurisdicciones federales y locales traslapadas, policías y ministerios públicos ineficaces y sin la menor capacitación, instituciones mastodónticas, procesos infinitos, jueces cerriles y una opacidad absoluta. A esa penosa construcción, había que añadir una corrupción rampante, que contaminaba cada esquina del sistema -de las fotocopias a las sentencias-, tortura y violaciones a derechos humanos como prácticas habituales, manipulación de pruebas e invención de testigos y culpables y una intromisión permanente de la política.
El resultado: un modelo donde solo quienes tenían poder económico o conexiones con las esferas del poder podían aspirar a que se cumplieran sus demandas y donde cualquier ciudadano que careciera de estas condiciones -es decir, una gigantesca mayoría de la población- no podía aspirar siquiera a un trato equitativo. El resultado: miles de inocentes sobrepoblando nuestras cárceles -otro espacio negro-, culpables que tarde o temprano evadían las sanciones y un sinfín de víctimas dejadas de lado en caminos interminables o callejones sin salida.
Y todo ello con una consecuencia aún más drástica: la imposibilidad de saber -o de fijar judicialmente- la verdad. México destinado, así, a un limbo de inseguridad, incertidumbre y aflicción. Un limbo donde millones deambulan, a ciegas, de un lado a otro, deseando con todas sus fuerzas no tener que involucrarse nunca con el sistema de justicia -de injusticia-, o vagando, extraviados, de un confín a otro de este laberinto sin salida.
El fin de la hegemonía priista en 2000 no cambió en ninguna medida esta situación, y si acaso la empeoró. El lanzamiento de la “guerra contra el narco”, en 2006, nos sumió en una ola de violencia inédita desde la Revolución que hizo colapsar cualquier resquicio de estabilidad institucional. La importante reforma posterior para sustituir el anquilosado sistema inquisitivo por el sistema oral acusatorio que ahora prevalece no ha conseguido, en estas condiciones, más que un avance marginal: a día de hoy, menos del 1% de los delitos que se cometen en el país se resuelven.
López Obrador ganó abrumadoramente las elecciones centrando su discurso en el combate a la corrupción. Su diagnóstico sobre la inequidad fue siempre acertado. Pero una vez en el poder, nada ha hecho para alterar el escenario de la justicia -de la injusticia- en México. De allí que tantos individuos y colectivos se sientan tan desprotegidos como antes y que la ira o las ansias de justicia por propia mano -o en redes sociales- se vuelva cada vez más virulenta. Si el conjunto del gobierno y los ciudadanos no asimilamos que la reforma drástica de este sistema debe ser nuestra prioridad absoluta -la única que podría frenar la violencia, la corrupción y la desigualdad-, nuestro limbo no tardará en convertirse en un infierno.
@jvolpi