La terminal 2E del Aeropuerto Charles de Gaulle de París es la más generosa del planeta a la hora de poner a disposición del viajero toneladas de periódicos. Están todos los grandes. Y además, gratis. Un bálsamo para las largas esperas. La portada de Le Monde sobresale de esa cordillera de papel impreso en domingos lluviosos. El diario francés titula a toda página: “El plan secreto de LVMH para entrar en Hermès”.
Su investigación desnuda la estrategia llevada a cabo en secreto durante más de una década por el primer grupo del lujo mundial (Louis Vuitton Moët Hennessy), dirigido por el todopoderoso Bernard Arnault, para hacerse con un paquete decisivo del capital de Hermès: la firma de moda, marroquinería, belleza y decoración más exclusiva del negocio. También la más cara. Donde el más sencillo de sus increíbles bolsos Kelly o Birkin nunca cuesta menos de 5 mil euros y es el resultado de una treintena de horas de trabajo de un solo artesano. Hermès es un mito. El eterno objeto de deseo de monsieur Arnault. La última gran marca que aún se le resiste.
Creada en 1837 en París por Thierry Hermès (un artesano de origen alemán que llegó a pie a la capital) como un taller de sillas de montar y arreos ecuestres que se iban a poner de moda entre la realeza, evolucionaría, a partir del periodo de entreguerras del Siglo XX, de la mano de su nieto Emile, hacia lo que los estrategas de la casa definen hoy como “estilo de vida”: prêt-à-porter masculino y femenino; pañuelos de seda y mantas de cachemir; cristalerías y vajillas; corbatas, muebles y perfumes; joyas, bicicletas y balones de baloncesto de 10 mil euros. Y cualquier capricho con el sello de la casa que a uno se le ocurra a través de su departamento de encargos especiales.
Para alcanzar el éxito, Hermès ha sabido combinar conceptos que nunca antes habían marchado juntos en la industria de la moda. Sus bazas han sido la vanguardia sofisticada, la elegancia funcional, la exclusividad atemporal y la calidad artesanal combinada con una avanzada investigación de los materiales.
A primera vista puede parecer una firma conservadora; no lo es. En sus filas han militado chicos malos del diseño tan dispares y rompedores como Gaultier o Margiela, o el actual Christophe Lemaire. Que han impuesto su propio camino a partir de las raíces de la marca. No siempre es fácil.
“Vamos a contracorriente. No nos guiamos por las tendencias. Mi idea es no hacer lo que hacen los demás. No me interesa. No quiero saberlo. Pienso en los clientes. Un objeto de Hermès no está hecho para una temporada. No estamos en el placer inmediato, sino en el diferido. Hay familias que nos siguen desde hace un siglo. Nuestra obligación es ofrecerles una visión contemporánea de la casa cada temporada. Hermès no tiene nada que ver con ninguna compañía del grupo Ar­nault. Ese señor no puede darnos lecciones de nada”, explica Pierre-Alexis Dumas, director artístico y sexta generación de los Hermès al mando de este paquebote que alza su proa en un esquinazo de la calle del lujo parisiense: el Faubourg Saint-Honoré, a sólo 200 metros del palacio del Elíseo, la sede de la Presidencia de la República Francesa.
Hoy, bajo el control de los descendientes de Thierry Hermès (53 parientes, divididos en tres ramas familiares que concentran un 72% de las acciones y ocupan todos los puestos clave), la firma tiene un valor en la Bolsa de 28 mil millones de euros, 11 mil empleados, 350 tiendas propias en 50 países y, lo que es más sorprendente, no ha parado de crecer a lo largo de estos cinco años de crisis. Su cifra de beneficio en 2012 fue de 740 millones de euros, la cuarta parte de su facturación. Una mina de oro. Que en un 40% se basa en el éxito de sus bolsos.
La piedra filosofal del negocio. Idéntico caso que los de Louis Vuitton, que proporcionan el 37% de los ingresos al grupo LVMH. Las andanzas predatorias de Arnault son conocidas en el sector como “la guerra de los bolsos”. La primera fue su intento de controlar Gucci entre 1998 y 2001. A la actual la han bautizado “the second handbag war”.
En 2008, cada acción de Hermès valía 100 euros; en estos momentos supera los 260. En el primer semestre de este año, sus ventas y beneficios se han disparado. Es un milagro empresarial. Y al tiempo, el máximo símbolo del refinamiento. Y, junto a Chanel (que como Hermès pertenece a una sola familia, en su caso la de los invisibles Wertheimer), la última compañía del lujo que se ha logrado mantener independiente de los escualos del sector (LVMH, Kering, Richemont y un puñado de fondos de capital árabe especializados en especular con las escasas y muy rentables firmas del ramo).
Sin embargo, al contrario que Chanel, Hermès tiene una grieta en sus murallas: cuenta desde 1993 con un 28% de sus acciones en el mercado. Aquel año, la compañía valía 50 veces menos que ahora, el dividendo era escaso y los primos Hermès necesitaban liquidez para mantener su nivel de vida y expandir la empresa, que en 1996 iba por fin a inaugurar su primera tienda en China, y en 2001, el espectacular proyecto del arquitecto Renzo Piano en el Centro de Tokio.
Los primos vendieron entre 1993 y 1994 un cuarto de sus acciones a un precio irrisorio. Pero se aseguraron el control a través de la sociedad Emile Hermès SARL, creada en 1989, abierta sólo a sus descendientes y presidida por uno de los primos. Un consejo de administración bis. Mientras hubiera un Hermès con vida y acciones, el mando lo ejercería un Hermès. Era su muro defensivo.
Si las grandes operaciones militares basan su éxito en planearse y ejecutarse en secreto, la información que aquel domingo de mayo revelaba Le Monde pulverizaba el factor sorpresa de Arnault en su lucha por Hermès. Su ofensiva, planeada en despachos de abogados, bancos de negocios y chiringuitos financieros entre Ginebra, París, Luxemburgo, Hong Kong, Panamá y Delaware, en la que había invertido 10 años y  mil 500 millones de euros, quedaba al descubierto.
Veinticuatro horas antes de que Le Monde revelara los secretos de la ofensiva de LVMH, nos disponíamos a entrevistar a los tres hombres fuertes de Hermès. La cita no era en la catedral de la familia, en el Faubourg, en ese edificio de seis pisos construido por Charles-Emile en 1880 que alberga en sus bajos la tienda más emblemática de la firma. Y en cuyo interior, como perlas dentro de una concha lujosa, están aún en funcionamiento el primigenio taller de sillas de montar y el departamento de encargos especiales.
Sin olvidar la misteriosa colección artística de Emile Hermès y un jardín secreto coronando el edificio, sembrado de rosas, magnolias, lilas y manzanos, que desde hace 20 años cuida Yasmina: jersey de cachemir verde ácido, botas de agua, mandil y pañuelo anudado al cuello; todo de Hermès; la jardinera más sofisticada del planeta.
Los Hermès nos habían citado en un espacio menos solemne que el Faubourg; con menos fantasmas. A tres minutos, en el número 13 de la calle Ville-l’Évêque, en un impersonal edificio de cristal y acero sin logos, donde la firma tiene instalado su cuartel general. En una sala de reuniones aséptica como un quirófano, desde cuya terraza se divisaba el perfil de la Torre Eiffel.
Nada más llegar nos topamos en los pasillos de la planta noble con un individuo circunspecto con chaqueta sport, corbata de la casa y gafas de profesor. Saluda con un gesto de cabeza. Es Patrick Thomas, de 66 años, el presidente de la compañía. El hombre que desde enero de 2006 ha llevado las riendas de esta casa. El primero y último sin sangre Hermès en las venas.
A comienzos de 2014 se jubilará tras su septenato de regente entre dos generaciones de Hermès. Llegó a la presidencia en un momento crítico, cuando ningún miembro de la quinta parecía preparado para ceñirse la corona (o no contaba con el apoyo del resto de la familia), y los de la sexta eran demasiado bisoños (o no contaban con el consenso del resto de primos). Puso orden; reinventó la estrategia de marketing y reorganizó la gestión. Nunca sospechó las andanzas de Arnault en la Bolsa. Fue su error.
Pierre-Alexis Dumas, de 47 años, y Guillaume de Seynes, de 55. El primero es director creativo. En consecuencia, va vestido con traje oscuro y camisa blanca sin corbata. Se graduó en Artes Visuales en la Universidad de Brown. Entró en Hermès en 1992 y trabajó para la firma en Londres y China.
“Estoy a cargo de la creación de las colecciones de hombre y mujer, de todo el proceso creativo de Hermès y de la imagen asociada, desde la comunicación hasta las campañas publicitarias”.
Pierre-Alexis es hijo de Jean-Louis Dumas, el mascarón de proa de la quinta generación de Hermès. Jean-Louis era una curiosa mezcla de bohemio y hombre de negocios. Jean-Louis le iba a dar la vuelta. Cerró franquicias y abrió tiendas propias. Eliminó licencias. Enfocó sus productos hacia un público más joven, descarado y global. Revitalizó el diseño y la publicidad. Creó un mito incontestable: el bolso que lleva el nombre de Jane Birkin. Fichó a modistas mediáticos. Y miró a Oriente. La misma estrategia que seguiría Bernard Arnault para reflotar Dior o Domenico de Sole con Gucci en las siguientes décadas. El éxito fue total.
En 2006 anunció que sufría Parkinson. Patrick Thomas, su hombre de confianza, ocupó la regencia. Jean-Louis moría en mayo de 2010, unos meses antes de que la ofensiva de Bernard Arnault saliera a la luz. En Hermès algunos creyeron que su hijo Pierre-Alexis heredaría el trono. Que reuniría el control de la creación y la gestión. No fue así. Su primo hermano Axel Dumas iba a ser el nuevo patrón. Pierre-Alexis piensa que ha sido una decisión acertada: “Mi padre reunía los dos cargos, pero la empresa era más pequeña. Ahora nos repartimos muchas tareas y responsabilidades. Para nosotros esto no es sólo una empresa; es un compromiso. Es la tarea de toda una familia”.
La guerra no ha acabado. La Operación Mercurio aún puede dar sorpresas. La virtud de Arnault es la paciencia. Su bando confía en que las complejas relaciones entre Hermès sorprendan. Y que al final, algunos de los numerosos primos se dejen llevar por la codicia y vendan: un 1% de la compañía vale hoy 260 millones de euros.
Ajenos a las batallas financieras, en la última planta del 24 del Faubourg Saint-Honoré una decena de artesanos siguen creando sillas de montar con la misma técnica que hace 176 años. Se cose a mano, con lezna y dos agujas. Las comandas se escriben en un gran libro con pastas enteladas en azul. La luz es natural. El único ruido es el machacón martilleo sobre el cuero. Todo tiene un aroma confortable y añejo. Un estilo que resume Axel Dumas antes de despedirse: “Mientras tengamos manos y capacidad de soñar, tendremos un buen porvenir en esta casa. Aquí todo cambia, pero nada cambia”.

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