Tres veces a la semana, la Musa caminaba hasta el final del callejón y tocaba el timbre. Como una clave secreta, a la cuarta llamada el Pintor abría la puerta y la invitaba a adentrarse en su morada. Pinceles, lienzos, un permanente aroma a pinturas y café residía en el lugar; pero sólo se llenaba de vida con la presencia de los dos que engendraban un lugar fuera de lo terreno.
Ella era hermosa, inteligente y camaleónica, vendía sus cariños al mejor postor. Tenía la habilidad de transformarse en los deseos que vivían en el corazón de sus clientes: Una prostituta vulgar, una profesora en las artes amatorias, una sacerdotisa que expiaba pecados. Su mirada hacía que se sintieran desnudos e inquietos y confundían la admiración con el deseo, por lo que terminaban requiriendo sus servicios en más de una ocasión.
Cuando se conocieron, vestía un pequeño vestido blanco y la melena cayéndole sobre sus hombros le hizo creer que era un ángel enviado por un Dios piadoso, encomendada a salvar las penosas almas del lugar. Ella no supo adivinar los secretos que habitaban su interior; fue la primera vez que se sintió indefensa, como probablemente se sentían sus amantes después de verla a los ojos.
Después de un breve intercambio de frases, se deslizaron hasta la casa del Pintor donde comenzó a desnudarse: El cuerpo de la Musa era en sí mismo, una obra de arte. De sus líneas curvas y bien formadas nacían un par de pechos prominentes; en lugar de piernas, poseía dos largas columnas de mármol blanco, impecables, tersas. Sus manos milagrosas dotaban de vida a aquello que tocara; los cuerpos cavernosos, incluso los más holgazanes, se erguían como nunca cuando ella los alentaba. Era la mezcla exacta entre realidad y ficción.
Al ver la estupefacción en sus ojos, se acercó a su oído y le susurró -“Bébeme”-; la lacónica palabra lo hizo salir del hechizo de sus caderas. Inhaló profundamente y en el suspiro le pidió que posara para él. El disgusto desvirtuó su cara, dio media vuelta para buscar sus pertenencias. -“Te pagaré como si tuviéramos sexo”- escuchó de la boca del Pintor, probablemente descubriendo la razón de su enojo. Fue como, a partir de esa noche, convinieron verse ciertos días.
Esa mañana, como de costumbre, desabotonó su vestido y se descalzó los zapatos. Empezaba a atar su melena en una coleta alta, cuando sintió en sus hombros unas manos cálidas y unos labios temblorosos de deseo, -“Gracias por ser valiente”- le susurró antes de besarla.
En una nota sobre el caballete podía leerse “Mi imaginación se abalanza sobre ti, sobre tu cuerpo. Entre las sábanas, mis labios te arrancarán los complejos de la edad, el sexo y la piel. Dibújate con tinta indeleble en el lienzo de mi cuerpo. Hazme tocar las estrellas de las que tanto me hablas.”
Angélica Ávila es socia académica en la Academia Guanajuatense de Literatura Moderna. Si tú escribes o eres historiador, la Academia es para ti. [email protected]