La civilización occidental mantiene una relación ambivalente con el universo de las palabras. 

Por un lado ha construido sus bases ideológicas en función de ellas. Sus pilares simbólicos están cimentados a la par de  vocablos que fungen como ejes semánticos a partir de los cuales funciona todo un universo de creencias y, por ende, de formas de vida.

De otro lado, esta misma la civilización -que hoy por hoy y a pesar de su decadencia se considera dominante- vive una crisis sistémica en distintos órdenes que incluyen el de su relación con las palabras, tanto en su forma verbal como escrita. 

De un modo muy simple se podría decir que Occidente ha abusado de sus palabras más emblemáticas para relacionarse con el mundo, no sólo hacia otras formas de vida humana no-occidentales, sino en su relación con otras formas de vida. Se sobreentiende que palabras clave en este sistema de vida como, por ejemplo, “democracia” o “progreso” o “capitalismo”, “propiedad privada” o “civilización” están bastante desprestigiadas y desgastadas debido al curso que ha tomado la historia, pero igual se siguen usando para justificar el orden actual del mundo. Hay una sobresaturación de significado que conduce a las palabras al no-significado. Palabras como “democracia” cada vez significan menos, o a lo sumo un absurdo, o nada, dichas en boca de los políticos.  

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