“Resumiendo la cosa
al tomar una hoja por una hoja
al tomar una rama por una rama
al confundir un bosque con un bosque
nos estamos comportando frívolamente
esta es la quinta-esencia de mi doctrina
felizmente ya comienzan a vislumbrarse
los contornos exactos de las cosas
y las nubes se ve que no son nubes
y los ríos se ve que no son ríos
y las rocas se ve que no son rocas
son altares
……………. ¡son cúpulas!
…………………………….. ¡son columnas!
y nosotros debemos decir misa”
Nicanor Parra
La tierra en que cohabitamos es una manifestación prodigiosa, portentosa, digna de ser reverenciada y honrada. Desde el ángulo que se le aprecie la vida en esta esfera llamada tierra es una oportunidad para la contemplación y experimentación autoconsciente de la energía solar, energía que, en su danza mística, se multiplica en una inmensidad de formas de existencia y que tiene en el fenómeno humano uno de sus más grandes misterios. De dónde venimos, qué somos, a dónde vamos. Por qué estamos aquí. Quizá la única respuesta sea gozar lo más posible, vivir y convivir intensamente.
Hoy queda claro que de seguir el rumbo que ha trazado el llamado progreso humano la civilización pisa el acelerador hacia su autodestrucción. Y a pesar de las llamadas de alerta, las grandes multinacionales y los gobiernos que trabajan para ellas no parecen dispuestos a poner un freno a este modelo de desarrollo excluyente, rapaz, ecocida, suicida. Somos más de siete mil millones de humanos. La mayoría de los cuales produciendo y consumiendo bajo la directriz del sistema capitalista, éste monstruo glotón e insostenible. ¿Por qué insostenible? Porque los recursos del planeta son finitos y las demandas reproductivas del capitalismo infinitas. Es como un troglodita pidiendo más y más chocotorros en la tienda de la esquina, cuando fue él mismo quien ya los devoró todos. Evidentemente un día no muy lejano estallará todo ese malvavisco dentro de su organismo.
Paralelo a este climax contradictorio, mucho se habla de cuidar el medio ambiente, de proteger, de salvar el planeta. Y son, paradójicamente, gobiernos y empresas quienes más se llenan la boca con el discurso redentor: “salvar el planeta”. Pero me pregunto si el planeta necesita ser “salvado”. Yo creo que no. La tierra no necesita ser protegida. ¿Protegida de quién? ¿De nosotros mismos? Víctimas-victimarios. Menuda tontería. La tierra seguirá. Con o sin nosotros.
Pero no hay que ser apocalípticos.
Basta con que volvamos a mirar el cielo estrellado y a dar gracias por tanta belleza. A sembrar nuestra tierra con amor. A compartir los frutos que de ella crecen. A no sentirnos dueños de nada ni de nadie. Basta con volver a maravillarnos cuando brota una flor en el asfalto. Con contemplar el vuelo perfecto del colibrí. Basta con entregarnos a la hermosa nada y a la respiración. A la risa y la amistad. Al llanto también, por qué no, pero sólo cuando sea menester. Y si la huesuda nos sorprende que sea con una carcajada vibrando en el pescuezo.
¿Es esto mucho pedir?