Paramos en el retén militar. Una larga, larguísima fila de carros nos antecede. Parece que avanzan rápidamente. Cuando finalmente llegamos al puesto de control militar nos aborda un soldado chaparrito. Es muy joven. De rasgos aindiados. Un semblante agradable y amable que contradice el atuendo que lleva puesto. Nos pide que bajemos todas las ventanillas. Yo voy en el asiento trasero. Me mira. Me mira sin malicia pero con insistencia. Tal vez le llama la atención mi apariencia desaliñada. Hace un par de preguntas que no entiendo. Qué. Qué. A qué se dedica. Oh. Contesto. Hace un par de comentarios amables, pero cuyo sentido se me escapa. Algo sobre la identificación. Muy bien. Pueden continuar. Avanzamos un poco y al doblar una curva aparece ante nosotros una gran telaraña iluminada como suspendida en el desierto. Es Ciudad Juárez. Otra vez Ciudad Juárez. Dejamos muy atrás el retén pero por alguna razón sobre la telaraña de luces se dibuja el rostro del soldado cara-de-niño. Y pienso en todos los soldados cara-de-niño que están en el estado de Chihuahua. Y en todos los de México. En los que dejan su tierra en el sur. En los que dejan sus comunidades en las montañas de Oaxaca o de Puebla para cuidar la frontera norte. Y en todos los jóvenes que son lavaplatos, jornaleros o robacarros, pero que podrían ser soldados. Soldados que podrían ser albañiles, o normalistas rurales, o bomberos. Pero son soldados. Y el uniforme no les va. Y el fusil que llevan colgando es como una grieta. Una grieta que de un modo u otro a todos nos interpela. ¿A dónde apunta la grieta? Tal vez a la noche sin nubes de Ciudad Juárez. Quizá a otros jóvenes que podrían ser soldados cara-de-niño. O a otros que podrían ser sólo jóvenes y dedicarse a cualquier cosa o a nada. Entonces aparece una secuencia: miles de niños, millones de niños avanzando en medio del desierto, van caminando con paso marcial, avanzando y perdiéndose en la noche donde todo podría ser otra cosa, pero donde cada cosa es lo que es.

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