Contemplaba aburrido el hormigueo de la muchedumbre que se desplazaba de un lado a otro sin motivo aparente. Con la cara apoyada sobre el cristal del autobús imaginaba aquellos seres como peces o insectos tediosos flotando en la soledad esférica de una pecera. Era la terminal de autobuses de Irapuato. La escena me resultaba la reedición de tantas otras idénticas o muy similares, con pequeñas variaciones, detalles nimios de una misma obra dramática con actores siempre nuevos y desconocidos. Después de unos veinte minutos de espera subió el chofer y encendió el motor en un amago de partida. Por fín, dije entre dientes. Pero aguardó unos minutos más, quizá esperando el ascenso de los últimos pasajeros. Entre tanto me sumergí en un espeso letargo que oscilaba entre el sueño y la vigilia y me conducía con lentitud a una especie de limbo muy blanco y resplandeciente.
Abrí los ojos cuando el autobús se puso en marcha. Ella, veloz y esquiva como relámpago, se sentó a mi lado sin reparar en mí. Su sola presencia me despabiló de un plumazo. No era lo que suele decirse una mujer bonita, ni guapa, ni atractiva, en general. De hecho creo que la sensibilidad dominante la calificaría –con esa unanimidad tétrica que guía el gusto idiota de las masas– con el vago estereotipo de fea, una mujer fea e insignificante. A mí en cambio me pareció de una belleza escalofriante, inédita, soberana. Tenía algo apabullante. Era flaca y correosa, de carnes secas y aunque sensual, nada voluptuosa. Más bien huesuda, como una de esas perras callejeras famélicas que caminan a sus anchas entre el gentío de los pueblos y las ciudades latinoamericanas. En su rostro predominaban rasgos aindiados pero me figuraba que su escuálida fisonomía en realidad concentraba el misterio de todas las razas y el absurdo risueño del universo. Sus pómulos eran dos protuberancias que anunciaban un temperamento guerrero pero templado. Vista de perfil su mentón y su cuello, afilados, parecían esculpidos a manera de un canto de amor a la guerra y la violencia. Me hizo pensar en Kali, la advocación destructora de la cosmovisión hindú. Sus ojos parecían dos esferas de obsidiana y despedían un brillo que parecía herir con la mirada más peregrina. Sus movimientos eran suaves y resueltos. Habitaba su cuerpo con la elegancia de una mantis religiosa. Su altivez me dejaba turbado y durante el trayecto me limitaba a mirarla de reojo y a embriagarme con el aroma a desierto que despedía su larga cabellera. Era obvio que tenía mi atención puesta en ella, aunque no me atrevía a dirigirle siquiera una palabra. Así iba hasta que, poco antes de llegar a mi destino, se giró hacia mí con una sonrisa agridulce:
-¡Hasta un día! –soltó con naturalidad a modo de despedida.
Bajé aterrado del autobús.

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