Como diría Shakespeare: hay algo podrido en la educación pública en México. Y no son los maestros. El hedor viene de arriba, aunque los deodorizados personajes de las cúpulas del Sistema no parezcan los responsables. Y es que desde hace varias décadas, se fermentó y descompuso la enseñanza de la lectoescritura. Fue cuando a los maestros de ese entonces se les obligó a abandonar los efectivos métodos que usaban para enseñar, y los forzaron a enseñar con otros menos efectivos, supuestamente más innovadores (el aberrante Método Global de Análisis Estructural, y el llamado PALEM) y, además, sin haberlos capacitado para ello, ya que las barnizaditas de cortísima capacitación de una semana eran insuficientes. Por si esto fuera poco, se saturaron (y saturan) de contenidos los programas para obligar a los alumnos a tratar de digerir, tarea imposible, tan antipedagógica cantidad de información. Ambas tácticas de ingeniería política de la educación, la de desmantelar didácticamente a los maestros, y la de congestionar y bloquear el pensamiento de los alumnos, habían sido probadas con éxito en los Estados Unidos, por lo cual ese dispositivo maquiavélico se replicó en nuestro país. A esto se le sumó la inclusión en los libros de español, de textos inapropiados, que los alumnos debían leer, y que generaban en ellos una sólida fobia a la lectura, ya que quién querría leer algo irrelevante y aburrido. De este modo, se obtenía el resultado esperado: analfabetos funcionales que detestaban la lectura y veían más televisión. Pronto, ya no leerían periódicos y revistas con más sustancia, y se nutrirían de información televisiva chatarra. Poco a poco, los hábitos neurológicos de atención sostenida que se logran leyendo, fueron reemplazados por lapsos menores de atención y, por consiguiente de reflexión insuficiente. Llegó el celular y Facebook, y muchísimos más perdieron capacidad de atención, y se acostumbraron a sólo poder leer textos breves, con vocabulario restringidísimo y hasta sustituído por símbolos (emoticones) para pensar menos en qué decir y en qué entender, y acogieron con gusto el cambio de menos palabras y más imágenes. Mientras tanto, la población lectora disminuía con la mortalidad natural de los viejos buenos lectores, y disminuyó (disminuye) dramáticamente la tasa de reemplazo de dichos lectores añejos y añejados en la lectura sagaz y profunda, ya que pocos jóvenes se conviertieron en verdaderos lectores. Y si a esto le añadimos el hecho de que empezó a proliferar la literatura simplona, bestselérica, fácil y banal, entonces la población de lectores capaces de disfrutar textos sustanciosos, mismos que exigen, y premian, más y mejor esfuerzo lector, disminuyó.Esa es, a grandes rasgos, la historia de la extinción progresiva, en curso, de lectores en nuestro país, misma que ha producido los sujetos ideales para nuestras castas dominantes: súbditos, no ciudadanos, y consumidores dóciles y desinformados.
Lectores en extinción
Lo que importa