Trazán no ha muerto 
(Ramas de Noviembre, 2014, 77 pp.) 

Es un libro de memorias infantiles que recupera ese espacio inocente y lleno de asombros que es la infancia de los recuerdos escogidos. Desde el patio en que se jugó a ser un fornido Tarzán salvando a un amuje; la matinée en que el cine proyectó películas donde la maravilla se instaló antes los ojos voraces de aventuras; los juguetes de infancia ordenados para el juego más personal; el abuelo como una figura titular acompañando los paseos por la colonia; el niño gordo odiado por insoportable; Chapultepec como un inmenso jardín ávido de descubrimientos cerca de la presencia protectora del padre; el juego de las canicas como rito generacional; la maestra recordada como un ejemplo de cordialidad; el carro en que se hicieron viajes inolvidables;  la muchacha de casa que despierta los primeros afanes eróticos; el Santa Claus de las ciudades esperando sentir los niños en sus piernas; el perro querido como parte singular de la familia; la abuela y sus particularidades de sombra; de nuevo el padre admirado y atesorado en el corazón; la niña de los juegos amorosos furtivos; el padrino solterón y afeminado; el arco como un juguete de maravillas y euforia; la primera televisión y su maravilla doméstica; la tarántula que apareció una vez bajo esa tele; las delicias del agua con zumo de limón, la juguetería entrañable; la madre que amaba y castigaba con la misma mano; los pantalones a la usanza de los tiempos; las fiesta de adultos que los niños espiaban al día siguiente; los refrescos prohibidos en casa; la niña a la que no nos animábamos a hablar; el doctor peculiar que atendía las congestiones; la tiendita de la esquina con su surtido atrayente para la curiosidad; los columpios como dispositivos perfectos para el goce; las terribles inyecciones; el primer carrito de pedales; los sombreros que la infancia coleccionaba y la bicicleta en que tantas veces se paseó la niñez. Todo esto es como un álbum de memorias, magnificadas por la poesía, que reviven al niño interior y le dan ese espacio en que en que puede ser nuevamente a sus anchas. Un libro que seduce y atrapa por su dulce estilo confesional, y elegantemente trabajando. De venta en el Fondo Guanajuato
La Edad de los Salvajes, de Ingrid Bringas
(Montea, 2015, 86 pp.)

El estilo Ingrid como poeta es algo estrafalario: no es fácil de apresar en pocas palabras un conjunto de textos que se hilvanan y se desgarran en la misma proporción. Pero hay, eso es cierto: una evocación de constante de la adolescencia como un espacio en que todo esto ocurre míticamente, y un erotismo de los cuerpos femeninos que se advierte como una de las preocupaciones claves. Sus editores lo anuncian como “de tonalidad romántica-pop”, como un “poema urbano” conducido por el dolor en una sociedad decadente. Acaso también “una gran urbe con neurosis”. Las estampas son de “historias irónicas, acidas, esperanzas y amoríos”. La confusión entre humanidad y animalidad canta las texturas del goce escritural que se inventa las palabras con que descubrirse. Se consigue en Fondo Guanajuato y los canales de distribución de la editorial. Un poema seleccionado que da cuenta de este mundo poético:
PAUSA
Me gusta contarte cuentos de mi infancia
porque a ti te brillan los ojos como un sol
y yo siento florecer mi adolescencia

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