Por razones atribuidas a desastres naturales, conflictos armados, inseguridad, falta de oportunidades para obtener los bienes elementales de sobrevivencia, o a la combinación de estos factores, la migración ha obligado históricamente a las personas a dejar sus habituales lugares de residencia y buscar niveles de vida mínimamente humanos.

De ahí que se sostenga que migrar es un derecho pues todo ser humano merece vivir con dignidad.

Por otra parte, a partir del surgimiento de las fronteras modernas, de los llamados Estados/Nación y la delimitación para ejercer su soberanía, se establecieron límites que acotan las condiciones para poder gozar de los privilegios de una ciudadanía moderna. 

Sin embargo, actualmente no todos los habitantes de un país, ni todos los gobiernos, tienen una misma concepción de los derechos de las y los migrantes, sobre todo cuando son pobres. 

Hay quien opina, como el 60% de la población mexicana, que los gobiernos no les deben auxiliar pues se contraen grandes males y la responsabilidad recae en las autoridades de su país de origen. 

En este mismo tenor se tienen gobiernos como el de Donald Trump, que utiliza el tema migratorio como bandera electoral y amenaza a nuestro país, haciéndolo responsable del éxodo centroamericano, cuando su propio país -gobierno y empresas- son corresponsables de las carencias estructurales de este subcontinente. 

No es sencilla la conciliación entre el control de las fronteras y los derechos de las y los migrantes. Hay quienes pensamos que migrar es un derecho y que no debería existir restricción alguna para la circulación de personas que merecen una vida mejor, pero no toda la gente piensa así. 

Hay todavía un alto grado de aporofobia -miedo a las y los pobres- de racismo y de discriminación. 

A esto debe sumársele los grupos delincuenciales que trafican personas, bajo la fachada de “brindar ayuda”, que no se debe confundir con la ayuda humanitaria que prestan organismos de la sociedad civil en refugios y albergues. 

Recientemente se rescataron 785 migrantes -150 menores de edad- en un tráiler en Chiapas.
El gobierno de la Cuarta Transformación, con el canciller Marcelo Ebrard Casaubón al frente, está operando una política pública que pueda atender los variados factores que provocan esta compleja problemática. 

Actúa en varias pistas al mismo tiempo y son tres las estrategias puestas en marcha: El plan de bienestar para Centroamérica, las negociaciones con los EEUU para que Trump deje de amenazar y el respeto a los derechos humanos de la población migrante, ejerciendo cierto control para el paso de la frontera.

Un punto delicado de controversia ha sido si México tuviera que convertirse en un TPS (tercer país seguro), lo que obligaría a que la población migrante solicite refugio primero en nuestro país para aguardar las solicitudes dirigidas a los EEUU. 

La postura del canciller Ebrard ha sido contundente: “El Gobierno mexicano ha dejado muy claro que nuestro país no entraría en ninguna negociación de TPS sin el acuerdo del Congreso de la Unión”.

La implantación de esta estrategia no ha sido sencilla, pues se trabaja bajo condiciones heredadas de mucha corrupción, ineficacia y violación constante a los derechos humanos por parte de las autoridades y personal operativo del Instituto Nacional de Migración. 

Las críticas a la actual política de migración, en general, ponen acento sólo en un uno de los factores, no en la complejidad de la problemática. 

Construir las condiciones para el bienestar de Centroamérica corresponde también a los gobiernos de esta zona, que deben revertir décadas de un modelo de desarrollo dependiente y en algunos casos, corruptos. 

Las acciones del Gobierno van en sentido correcto, sobre todo con un estadista al frente, como lo es el canciller Marcelo Ebrard.
 

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