Los cachorros de la Revolución no fueron especialmente austeros ni modestos. Más bien actuaron con proclividad a la exuberancia y sin recato a mostrar sus lujos en un México empobrecido y con una sociedad que mostraba aún las cicatrices revolucionarias.
La revuelta que apenas terminaba en los años 30 del siglo XX dejaba al país con una sola clase social: la depauperada, y en la cima, una camarilla de dirigentes, que al más puro estilo estaliniano, disponía a plenitud de los pocos recursos de la nación.
Solo así se explica el capital amasado al final de su gobierno, en 1946, por el general Manuel Ávila Camacho, quién no tuvo empacho en reproducir para sí, una residencia en el mismo estilo que la casa principal, la Miguel Alemán, del ahora museo de “Los Pinos”. Contrató al mismo arquitecto, nada más y nada menos.
Para su construcción escogió la hacienda de su propiedad, ubicada en el Estado de México: La Herradura, en los límites con el entonces Distrito Federal.
El diseño correspondió a Manuel Giraud y la decoración del inmueble fue asesorada por Harry Bloc.
Para ilustrar un poco el estilo de la casa, de acuerdo con la información presentada por el excepcional Blog Grandes Casonas de México, su amueblado y los ajuares, son el resultado de la combinación de la tradición “Conservadora” con la ecléctica, en alusión al periodo Dorée del siglo XIX.
Gran parte del mobiliario es estilo Louis XV y XVI y ostenta porcelanas de las célebres marcas Severés y Meissen.
El gran salón es extenso, 140 metros cuadrados a doble altura, en el cual sobresale un aparatoso candil de 60 bombillas, que despejan la obscuridad de la zona. Su piso está cubierto por un gran tapete Abusson y ahí se exhiben porcelanas azules y piezas de bronce.
La perspectiva desde la salida al jardín enmarca una delicada copia, de muy buena manufactura, del Apolo de Belvedere, cuyo original se exhibe en el museo Pio-Clementino del Vaticano.
El majestuoso predio también cuenta con una capilla diseñada por el famoso arquitecto Juan Sordo Madaleno, cuyo frontispicio plateresco fue labrado por Isidro Martínez Coava, como réplica de la Iglesia del Convento de San Agustín de Acolman.
La idea era que allí reposaran los restos del general y su esposa, a la usanza de los Reyes Católicos, bajo el altar mayor de la capilla. Pero están enterrados en el Panteón Francés.
Los caballos eran la pasión de Don Manuel. Por lo tanto, cuando se encariñó de una escultura ecuestre que adornaba una glorieta de la ciudad, se ordenó el trasladarla mejor al predio presidencial. Allí se encuentra.
La gran mansión se terminó de construir en 1947. Manolo, así llamaba Doña Soledad Orozco a su marido, murió en 1955. De tal forma que Soledad y la soledad habitaron la casa por largos 41 años, hasta que la viuda falleció en 1996 a los 92 años de edad.
Quienes hemos estado en ese lugar, pudimos constatar esa sensación de enormes espacios, todos bien mantenidos, limpios, muy lujosos, pero con un tufo a triste, solo, inhabitado, colmado de soledad en la opulencia.
Los recuerdos llegan al rememorar la entrada al elegante comedor, y encontrarnos con el gran cuadro de Diego Rivera de “La Vendimia de las Flores”, que enmarca la belleza de Dolores del Río. Sencillamente espectacular y delicioso.
Doña Soledad, quién no procreó descendencia con el general, dispuso desde 1987 la donación de la mansión a favor del Gobierno Federal.
Es un inventario compuesto por un terreno de cinco mil metros cuadrados, el conjunto residencial, 63 obras de arte y mil 390 objetos, muebles y accesorios decorativos. Se trata de un lujosísimo palacete.
Frente al asilo concedido por México al depuesto presidente de Bolivia, sorprende la decisión asumida por el Gobierno mexicano de alojar al ex presidente boliviano Evo Morales en una lujosísima residencia, en total incongruencia con la posición ideológica de nuestro ejecutivo federal y del propio ex mandatario de Bolivia.
Nada más contradictorio para un personaje del Foro de Sao Paulo, que transcurrir sus días comiendo en finísimas vajillas de Limoge o Haviland, rodeado de obras de arte, cortinajes de brocado y terciopelo, caminando sobre mullidos tapetes persas, y conciliando el sueño en la recámara del presidente Ávila Camacho, de fino cedro.
Sus jardines con grandes extensiones de pasto inglés, enmarcados por un gran pinar que circunda la propiedad, hará extrañar a Evo, el indígena aimara del altiplano boliviano, la aridez y lejanía de sus parajes habituales. Entre oro, arte y porcelana fina, el exilio seguirá siendo duro.
En 1987, Doña Soledad Orozco García de Ávila, donó su propiedad valuada entonces en 14 millones de pesos.
Su función es, establece la escritura, alojar a visitantes distinguidos, en visita oficial en el país.
Ahí se han hospedado 14 presidentes hasta 2007, sin embargo desde hace años no ha operado de acuerdo a la finalidad pactada con el Gobierno federal.
Los herederos de Doña Soledad han trabado litigios al respecto, demandando el incumplimiento gubernamental en cuanto a uso y destino del inmueble.
Hoy Andrés López Obrador les pone en bandeja de plata la motivación para exigir la devolución del bien a la familia: el nuevo habitante de la egregia mansión, no se encuentra en México en “visita oficial”, sino que es repudiado por gran parte de sus coterráneos, poniendo en peligro, incluso, las relaciones diplomáticas entre nuestro país y Bolivia. Se viola flagrantemente el acuerdo de donación.
Nada le sale bien a López Obrador. Coloca a Evo en la peor de las incongruencias, en la mansión de un ex presidente mexicano, que dispuso a contentillo de los caudales públicos, como muchos otros de ese período, que tanto le gusta a nuestro presidente actual.
El emplazamiento asignado a Evo es la negación de la austeridad republicana.
Y finalmente, al incumplir el convenio de donación, abre la posibilidad de que el Gobierno pierda un valioso inmueble. No da una.