Uno de los grandes problemas que enfrenta el quehacer político es el del traspaso del poder en una sociedad. Durante mucho tiempo se resolvió a través de un mecanismo hereditario, el gobernante en turno dejaba su puesto a alguno de sus hijos. 

Con los profundos cambios que aparecen durante el llamado “Siglo de las Luces” (siglo XVIII), la civilización busca un método que permita garantizar mejores gobiernos. 

Inspirándose en la República Romana, el célebre jurista y filósofo francés Montesquieu, propone el modelo republicano frente a la monarquía. 

Se trata de que mediante elecciones se escoja a quien conduzca, por cortos periodos, los destinos del pueblo, previendo contrapesos institucionales (poder legislativo y judicial), que eviten excesos autoritarios. 

Así nació el republicanismo moderno, y con él, la necesidad de elecciones libres, bien organizadas, mediante votos bien contados, para poder designar a un sucesor periódicamente.

El proceso es mucho más complejo de lo que parece conceptualmente, ya qué hay que contar con un entramado de instituciones que aseguren un procedimiento funcional, que legitime, frente a los electores, al nuevo conductor de la sociedad. 

Las naciones con una tradición política más reflexiva y experimentada han logrado instituir procedimientos precisos, que funcionan adecuadamente, para producir ejecutivos sólidos, que se encarguen del gobierno del país. Estados Unidos es posiblemente el mejor ejemplo de ello.

Pero a los latinoamericanos se nos ha complicado la cuestión. Los resabios del imperio español aún merodean nuestro subconsciente colectivo. En general, marcados por el golpismo y el caudillaje, hemos tropezado constantemente con las ambiciones personales, que bloquean la posibilidad de contar con gobiernos electos sin trampas, democráticamente. 

En México, a partir de nuestra independencia, dimos tumbo tras tumbo, hasta arribar a 1880. Esta es una fecha importante, pero olvidada para los mexicanos. Lo explico.

En el año de 1880, se construye la posibilidad de tener elecciones relativamente funcionales para proceder al nombramiento del general Manuel González como presidente de México.

Parecía que por fin, accedíamos a una normalidad republicana, que acotara la ambición del gobernante en turno, no permitiéndole continuar en el puesto mediante la reelección consecutiva. 

Y es que así lo habían hecho Santa Anna, Juárez y lo había intentado Lerdo de Tejada. El afamado general Porfirio Díaz Mori, héroe de la guerra contra el Imperio, dejaba el cargo de presidente y lo sucedía el también general Manuel González. Todo pintaba bien. Era necesario ordenar al país, darle por fin paz, luego de tanta guerra, y construir un ambiente que propiciara el desarrollo.

El gobierno de González logró acuerdos con los norteamericanos para la construcción de sendas líneas de ferrocarril, que sirvieran como columna vertebral para comunicar a México.
Esta importante inversión resolvió la amenaza constante de los vecinos del norte de replicar una nueva guerra de intervención contra México. 

Las acciones militares en Chihuahua y Tamaulipas para perseguir a los indios que violentaban esas regiones, desactivaron la posibilidad, siempre amenazante, de invasiones del ejército norteamericano, en persecución de la apachería. 

El futuro parecía propicio para celebrar el nacimiento de una nación moderna, capaz de elegir a sus gobernantes por la vía electoral, sin que mediaran problemas graves.

La historia la conocemos bien. Porfirio Díaz regresó a la titularidad del Ejecutivo y se quedó allí durante 27 años continuos, simulando elecciones libres y limpias. Muchos logros tuvo el Porfiriato, pero todos ellos, no logran darle buena cara al régimen que propició una revolución violentísima, que una vez más, sumió de nuevo al país en el retraso, el dolor y el baño de sangre.

Es por eso que debemos de reflexionar seriamente frente a las sugerencias de una posible reelección del presidente de la República. ¿No aprendemos de nuestra historia? ¿No ha sido suficientemente clara la violencia desatada por intentar alterar los periodos de gobierno prefijados? ¿Queremos tropezarnos una vez más con la misma piedra que puede acabar arrasando nuestro frágil sistema republicano? Meditemos un poco.

La loca carrera por el control del Instituto Nacional Electoral (INE), que ha desatado Morena, no haría otra cosa que dejar sin efecto una institución vital, encargada de darle legitimidad a la elección. Desmontar el mecanismo, convirtiéndolo en un títere del Gobierno en turno, solo producirá la clausura de la vía democrática, evidenciando la tiranía. 

La lucha política dejará de ser por los votos, se librará en las calles, con acciones que puedan dañar profundamente al ogro gobernante. Serían el equivalente a las asonadas militares del siglo XIX. 

México se tornará en la Venezuela de hoy, de eso no habrá duda. Y por cierto, los norteamericanos felices sosteniendo un gobierno pillastre y autoritario, que siga puntualmente las órdenes que se le dicten desde Washington, sin chistar. Esa condición ya la vivimos en estos momentos, ellos ordenan y nuestro gobierno federal acata.

No tengan duda, meternos a jugar con el sistema electoral mexicano, hacerle cosquillas al tigre, es reeditar un estado de violencia política generalizada, que se sumara a los gravísimos problemas de corrupción y criminalidad que ya padecemos y que el actual gobierno no ha podido controlar. 

No solo eso, se han incrementado los estragos y le sumaríamos uno más, que en su momento histórico produjo un millón de muertos. Intentar permitir la reelección es un incendio fácil de provocar, que luego nadie podrá apagar. Es para los mexicanos sacarnos la verdadera rifa del tigre. Esas si son rifas trágicas.
 

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