El pasado lunes acudí como todos los días a la Universidad a cumplir con las cátedras que con tanto gusto imparto. Estaba al tanto (no como el presidente) de la convocatoria al paro nacional de mujeres precisamente el día 9 de marzo en protesta por la violencia que a diario padecen, por la indiferencia de la autoridad y en exigencia de un trato igualitario en todos los ámbitos.

La Universidad de León al igual que otras instituciones educativas, empresas y los tres niveles de gobierno, se solidarizó con la causa y oficializó su postura. Las mujeres que quisieran faltar, serían respetadas y no sufrirían perjuicio alguno en el salario. Las estudiantes que no asistan no sería registrada la falta.

Platiqué en diversas ocasiones con mis alumnas y siempre me manifestaron la sensación de intranquilidad en la que viven. La constante sensación de inseguridad y los centenares de ocasiones que han sido acosadas en la calle, en el transporte público. A veces con comentarios que al paso de los años los varones hemos normalizado y que hoy debemos aceptar que está mal, que ya no son aceptables, que son reprobables.

Pues bien, la universidad lució vacía, en silencio. Había una sensación de solidaridad, pero también de reflexión en los rostros y el comportamiento de profesores y alumnos.

Las actividades se paralizaron y así sucedió en todo el país. Qué bueno. Que este movimiento sirva para romper estereotipos, paradigmas y vicios.

Qué bueno también que el tema se discuta, que se visualice el drama y que sea esta generación quien actúe como agente de cambio para consolidar la seguridad y la igualdad en el trato y las oportunidades entre hombres y mujeres.

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