En estos cuatro días que llevamos de “distanciamiento social” en casa, con la familia, entre otros múltiples temas que he estado compartiendo a mis contactos en Whatsapp y en Facebook, estuve recordando una etapa de los 20 años y ocho meses que estuve trabajando en la administración pública federal en la Ciudad de México.
La etapa a la que me refiero fue de 1977 a finales de 1978, pero el hecho de destacarla lo baso en que, si bien no fue tiempo perdido, pues al menos ese lapso ha servido para computarlo para mi jubilación, con el paso del tiempo llegué a la conclusión que no me dejó ninguna enseñanza o crecimiento profesional, simplemente fue un trámite burocrático más. Explicaré esta conclusión.
Me encontraba laborando en el área jurídica de la entonces Secretaría de Salubridad y Asistencia, correspondiente a la Subsecretaría de Mejoramiento del Ambiente, pero con motivo del cambio de administración sexenal, y ya con el nuevo Presidente de la República, José López Portillo y Pacheco, el primero de diciembre de 1976, los cambios en el Gabinete se vinieron en cascada, y fue así como a nuestro jefe, un abogado honesto y eficiente, de origen potosino, de la mera región Huasteca, Mario Alberto Chávez González, recibió la invitación de colaborar con su amigo y compañero de andanzas políticas Carlos A. Madrazo Pintado, quien a la sazón, había sido designado Oficial Mayor de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas (SCOP), la que, en unos meses más, se transformaría en Secretaría de Asentamientos Humanos y Obras Públicas (SAHOP), a cargo del ilustre y laureado arquitecto Don Pedro Ramírez Vázquez.
Mario Alberto Chávez aceptó la Dirección General de Recursos Humanos de la Secretaría con mayor número de plazas del sector federal, solamente después de la de Educación Pública; estamos hablando de aproximadamente 65 mil empleados de base en aquella época.
Los colaboradores de más confianza, entre los que me contaba, nos fuimos a ayudarle en aquella misión; desmantelamos prácticamente esa sección jurídica que estaba a nuestro cargo, pues ocho personas nos mutamos hacia aquella Secretaría, “para ayudar al amigo”, con el aliciente de duplicar nuestro sueldo.
Y ahí empecé a vivir algunas de las historias irónicas, jocosas, y hasta burlescas, que describía en su columna periodística, y en algunos de sus libros, el escritor Marco A. Almazán, al que quizás alguno de los amables lectores recuerden.
Aquello que pensaba serían invenciones, fantasías y ocurrencias de Almazan, resultaron una realidad.
Primeramente llegamos a un edificio que se localizaba en la calle de Miguel Barragán esquina con la Avenida Niño Perdido, después Eje Central Lázaro Cárdenas, a un costado del edificio central decorado con la bellísima obra del artista plástico Juan O”Gorman, el mismo que decoró el edificio de la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México. Era una mole de 10 pisos, y a nosotros nos correspondían las plantas cuatro y cinco.
Llegué en marzo de 1977 y me dieron posesión de una oficina denominada “Personal a Lista de Raya”, de la cual no tenía ni la menor idea de qué se trataba.
Durante 15 días platiqué con mi segundo de a bordo, subjefe de oficina, que llevaba en ese cargo no sé si 15 o 20 años, para que me explicara qué era exactamente lo que se hacía en la oficina, y el proceso que se llevaba para ello, su organización, su personal, las funciones exactas que se desarrollaban.
Pero la primera impresión cuando entré a ese piso, arribando ya fuera por escaleras o elevador, me dejó sorprendido, pues era una explanada con toda la panorámica sin muros, viendo de frente solamente al extremo izquierdo se apreciaba la puerta, supongo, de una oficina, y lo demás solamente eran las columnas que sostenían al edificio, y una serie de escritorios formando filas a lo largo y ancho, sin divisiones de ninguna índole, de golpe llegaban a nuestro olfato los olores a café, a comida casera, a perfumes femeninos, lociones masculinas, a humo de cigarro, y otros no identificados.
A la vista se notaban hacia algunos pilares los vapores que subían, y en las partes bajas de las columnas y paredes, los enchufes de hornillas, parrillas eléctricas, cafeteras, calculadoras, alguna que otra máquina de escribir eléctrica, y aparatos de sonido, radios o toca casettes.
Al oído llegaban las voces como ruido o murmullo, sin identificar las conversaciones o conceptos que se vertían, música de diferentes estilos, ritmos y canciones, así como el teclear de máquinas mecánicas y eléctricas, y el timbre de las calculadoras al cortar o terminar alguna cuenta.
Solamente con la percepción de estos tres sentidos humanos, vista, olfato y oído, bastaba para comparar aquel escenario con un verdadero mercado o tianguis de los más concurridos de la Ciudad de México.
Después, nos enteramos que todo ese espacio correspondía a la Subdirección de Nombramientos y Remuneraciones, y precisamente la única oficina antes mencionada, entrando a la izquierda, era del titular; en todo el demás espacio se localizaban cinco oficinas: la de Nombramientos, la de Sobresueldos y Compensaciones, la de Prestaciones Especiales, la de Viáticos, y la que ya mencioné que presidí.
Ingresaban durante la jornada de trabajo, de 9:00 a 18:00 horas, todo tipo de vendedores, de billetes de lotería, de ropa, de seguros, de cosméticos, de joyería, y sastres que ahí tomaban las medidas y llevaban sus muestras de casimires, para confeccionarlos, y luego todos ellos iban a cobrar las deudas el día de quincena; sin contar las visitas de familiares y amigos, o compañeros de otras dependencias del mismo edificio, más aquellos que tenían la necesidad de acudir a hacer los trámites relacionados con sus pagos.
Tan solo en mi oficina tenía 22 empleados, incluyendo a mi secretaria, y era la menos numerosa, con 21 escritorios individuales, y sus sillones, acomodados en tres hileras, frente a mí, con un escritorio del doble del tamaño de los demás, y mi secretaria a mi izquierda con otro escritorio y dos archiveros, y al final de las tres hileras, remataban como 10 archiveros metálicos de cuatro gavetas cada uno, a mi derecha nos separaba un pasillo, de límite imaginario, de las otras oficinas.
Recuerdo un relato de Almazán en el que ironizaba sobre la rifa de una corbata, que inició en 1974 en la Secretaría de Educación Pública, y quien se la ganaba, la volvía a rifar, y ya en 1976 había llegado de rifa en rifa a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, después de haber recorrido otra Secretaría, y él se preguntaba ¿a dónde llegaría? La próxima semana les contaré a dónde llegó.
(Continuará)