En aquel tiempo no tenía nada que hacer. Recientemente había salido de la preparatoria y aún no consideraba la posibilidad de ingresar a la universidad. No tenía trabajo, mis padres y mis hermanas estaban fuera durante buena parte del día, así que tenía mucho tiempo libre. 
 

Existían los teléfonos celulares, más un pequeño ladrillo de plástico no ofrecía las posibilidades de entretenimiento de los smartphones actuales. Además, de cualquier forma no tenía dinero para un aparato semejante, por lo que el juego de la ‘viborita’ también estaba fuera de mis opciones para lidiar con el ocio. 
 

Un día, arrojado a la contemplación del techo, me vi en la necesidad de realizar una inspección minuciosa de lo que había en mi recámara. Frente a mí, un librero blanco que mi padre hizo cuando yo aún no nacía ofrecía al menos un centenar de libros en sus repisas. 
 

No me gustaba leer. Para cuando tenía 17 años apenas había echado un vistazo a un puñado de títulos, la mayoría libros infantiles, algunas historietas y un par de revistas musicales. Además, el grueso de mi acervo lector había sido producto de la obligación escolar. Pero el aburrimiento es canijo. 
 

Abandoné la comodidad de rascar mis pliegues en cama y me asomé a los lomos disponibles. Al final terminé con dos libros en las manos: Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley; y Pensativa, de José Goytortúa Santos. Me decidí por el primero y terminé por dejarlo luego de algunas páginas. “Leer es aburrido”, pensé. 
 

Días después, abandonado nuevamente a la inconmensurable profundidad del tirol en color salmón, le di otra oportunidad al librero. Terminé Pensativa en unas horas. El primer libro no infantil que había leído por decisión propia y con harto gusto. La historia de una mujer en el México posrevolucionario me pareció fantástica.
 

Regresé a Huxley; “no debí haberte dejado”, pensé al terminar su distopía. Siguieron Traven, Fuentes, Brontë, Cortázar, London y Twain; Poe fue una sacudida, La Caída de la Casa Usher hizo que me saliera de la casa porque estaba solo y me entró un miedo espantoso. Dostoyevski y El Jugador me desternillaron. Borges me hizo pensar hasta que me dolió la cabeza.
 

El gazapo de Peña Nieto motivó una discusión con una amiga sobre si los libros pueden o no cambiar la vida de alguien. Yo le decía que no, que si bien disfrutaba mucho la lectura, no consideraba que mi vida fuera distinta, mucho menos mejor, por haber leído a García Márquez o a Lovecraft.
 

Vuelvo a ese lugar, echado en cama, sin nada que hacer más que mirar el techo y lleno de aburrimiento. Leer no me ha hecho mejor persona, porque no es lo que hace la lectura. No sé si mi vida sea mejor por ser asiduo lector, acaso la de alguien lo será. Lo que sí sé que no imagino el mundo, mi mundo, sin libros. Entonces, mi vida cambió, sí, por los libros; ahora lo sé.
 

En ocasiones alguien se me acerca y me pide recomendaciones, consejos, sugerencias; ya para leer algo o para hacer que alguien lea algo, sus hijos, casi siempre. “¿Cómo hago para que lean? ¿Qué los pongo a leer?”. 
 

Mi respuesta siempre tiene tres partes: primero, no obliguen a nadie a leer, eso solo hace que odien hacerlo; segundo: hay que darles la oportunidad de aburrirse, tal vez, mientras se pican el ombligo, piensen que leer sería una mejor forma de pasar el tiempo; por último, no se puede leer si no hay nada para hacerlo. 
 

Cada Navidad regalo un libro a mis sobrinos. Ellos, como respuesta natural, sonríen y me dan las gracias con gesto del que recibe calcetines en su cumpleaños. Tal vez los libros terminen apilados o regalados; pero tengo la esperanza de que un día los sorprenda un apagón sin batería en sus teléfonos y estén tan aburridos que crean que leer es buena idea. Ojalá.

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