“Soy el comandante Cinco”. Un hombre alto de unos 40 años, viste una camiseta blanca y una gorra negra. Estrecha la mano con seguridad. Lo custodian decenas de hombres armados.“Mírame bien, que yo voy con el rostro descubierto”.
Es el jefe encargado de Parácuaro, uno de los municipios controlados por las autodefensas. Están en una mansión de 300 metros cuadrados que, cuentan, pertenecía a un sicario al que apodaban “El Botas”. Lleva una pistola plateada. Muestra un celular BlackBerry.
“Mira, esta es la foto que le mandé a mi familia. Aquí estoy yo con las dos que me cuidan”. En una mano empuña un estandarte de la Virgen de Guadalupe. En la otra, una AK-47. Bienvenidos a Michoacán.
“En Michoacán no se mueve una ardilla si no lo ordenan Los Caballeros Templarios”. El empresario pronuncia la frase sin inmutarse, como quien dice una obviedad. Fuma un cigarro y señala a su alrededor. “Aquí están”.
Es de Morelia, una ciudad de 800 mil habitantes y la capital de Michoacán, un estado que concentra el conflicto más grave que ha vivido el País en por lo menos 20 años. Y Los Caballeros Templarios son el cártel del narco que manda aquí.
Si un narcotraficante pudiera diseñar el sitio ideal para operar, el resultado sería Michoacán. Tiene 270 kilómetros de costa con el Pacífico. Está en línea recta con Ciudad Juárez, la principal entrada de cocaína a Estados Unidos. Su tierra, fértil, es el campo ideal para el cultivo de droga.
Su zona boscosa esconde la mayor cantidad de laboratorios de metanfetamina del País. Sus pueblos, de difícil acceso, son un escondite inmejorable. Sus barrancos, profundos, el lugar idóneo para arrojar cuerpos.
En un barranco a las afueras de un sitio al que llaman Nueva Italia (cuando en realidad su nombre es Múgica, pero nada en Michoacán es lo que parece) hay unos cinco altares a la Santa Muerte. Alguien escribió en uno de ellos: “Defenderte, santísima, siempre”.
El silencio es atronador. Hay unos camiones atravesados en la pequeña carretera que conduce al Centro de la ciudad, de 30 mil habitantes. “Váyase por la autopista”, indica un hombre que se identifica como taxista.
Nueva Italia es un municipio controlado por las autodefensas, civiles armados que se levantaron en armas el 24 de febrero de 2013 porque estaban hartos, dicen, de los abusos de Los Templarios. Extorsiones, violaciones, asesinatos cometidos en absoluta impunidad.
“Todos sabemos quiénes son, le hemos dado los nombres a la Policía una y otra vez, pero no hacen nada”, comenta resignada Carmen, una mujer de unos 40 años de Antúnez.
La crueldad de los sicarios llegó a tal nivel que obligaban a los pobladores a entregarles la poca comida que guardaban en sus casas para destruirla frente a sus ojos. “Les pasaban las camionetas encima”, cuenta.
Hace una semana que el Ejército intentó desarmar a los autodefensas, después de que la violencia en el estado alertara al Gobierno federal de la gravedad de la situación. Las milicias controlan ya una quinta parte de Michoacán y amenazan con avanzar a más municipios incluso a Morelia.
“¿Dónde está el Gobernador? ¿Dónde está el Presidente? ¡Que vengan, que no les dé miedo!”, exclama una de las mujeres del pueblo.
“Sepan que el pueblo de Antúnez está con estas personas”. Señala a la decena de hombres armados que pasean con AK-47, rifles, pistolas, escopetas. Visten una camiseta blanca con un letrero: “Policía comunitaria”. Autodefensas.
Los muertos en Michoacán se cuentan por decenas.
Al mes. En 2013 murieron 990 personas: el año más violento en un estado de 4.3 millones de habitantes que nunca ha sido tranquilo. No hay pueblo michoacano que no repita la misma letanía: “Aquí ha desaparecido gente, aquí han matado a muchos”.
El sur mexicano concentra las regiones más pobres del País: Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Michoacán. “Imagina esto: un padre desempleado, con hijos veinteañeros. Y como no tienen qué comer, uno se une a Los Templarios. Invita a otro, y otro invita a otro más. Y así, decenas de miles”, reconoce un funcionario estatal.
Otros explican que el problema se debe a la tradición. Michoacán ha sido una región crucial -y convulsa- para la historia de México. Los indígenas de esta zona, los purépechas, nunca fueron conquistados por el Imperio Azteca.
Su lengua es de las más antiguas del continente y no tiene relación alguna con ninguna otra de América. El purépecha es una lengua aislada. El mayor periódico de la región, La Voz de Michoacán, incluye una sección escrita en purépecha.
Michoacán es un hervidero de rumores
“Los Templarios están allá, en Apatzingán”, dicen en Antúnez. Apatzingán es el epicentro económico y político de Tierra Caliente, Michoacán. Es la cuarta ciudad del estado, con 80 mil habitantes. Y los sicarios han operado allí desde hace, por lo menos, ocho años.
Tras la toma de Parácuaro, hombres desconocidos atacaron bancos, tiendas. Amenazaron con incendiar el mercado. La espiral de violencia obligó al Gobierno mexicano a convertirlo en el centro del operativo anunciado hace una semana.
La economía de Apatzingán está prácticamente destruida. Los pequeños empresarios han organizado tímidas manifestaciones para denunciar la situación. Todos cuentan que los narcotraficantes les cobran cuota: extorsión. Varía, pero suele rondar el 10% de sus ganancias.
El estado de sitio de facto al que los narcotraficantes han sometido a la ciudad ha causado desabastecimiento de gasolina, gas butano, alimentos….
Los asesinatos y las desapariciones ya no son noticia. “Si esto ha pasado aquí desde hace años, ¿Por qué vienen hasta ahora?”, pregunta un vendedor de helados.
“Estamos en guerra. Y digo estamos porque yo estoy con las autodefensas y estoy, con mi pueblo, en guerra contra ellos”, relataba en septiembre María Mariscal Magaña, regidora de Buenavista Tomatlán, un municipio a unos kilómetros de Apatzingán. Era una mujer esbelta, morena, de ojos grandes. “Las amenazas llegan de todos lados, pero no vamos a dar marcha atrás”. Siempre “nosotros” y “ellos”.
Contaba que los jornaleros huían por decenas, aterrorizados. De 200 mexicanos que intentaron entrar a EU por Tijuana en agosto de 2012, 44 eran de Buenavista.
Un sicario la había amenazado. La acusó de manejar una cuenta de Facebook vinculada con las autodefensas. Ella lo negaba. “Yo tenía una, pero ya la cerré”. Decía que el hermano de ese sicario llamó a su hermana, que vive en San José (California), y le dijo que le advirtiera a la regidora que “le bajara”. Mariscal afirmaba que su hermana le había pedido que se fuera a vivir con ella. “Además, estoy embarazada”, añadía. Desapareció el 10 de diciembre de 2013. La última vez que la vieron fue en Apatzingán.
Mariscal marchaba a un costado de José Manuel Mireles, el líder del movimiento, el 26 de octubre de 2013. Ese día Mireles encabezó una manifestación pacífica para pedir la expulsión de Los Templarios. Entraron y se detuvieron frente a la Alcaldía de la ciudad. Les respondieron con tiros y granadas. Nadie resultó herido de milagro.
Mireles sufrió un accidente el sábado 4 de enero, el mismo día de la toma de Parácuaro. El domingo 12 recibió el alta y está en un sitio desconocido, supuestamente cercano a la Ciudad de México.
Las autodefensas han reunido al pueblo para informarles del anuncio del Gobierno. La entrada al pueblo es custodiada en todo el tiempo por guardias comunitarios.
El comandante Cinco les pregunta: “¿Están contentos de que estemos aquí?”.
Cientos responden al unísono: “¡Sí!”.
Pregunta: “¿Quieren que nos vayamos?”.
De nuevo, todos: “¡No!”.
Guerreros orgullosos
En la mansión de “El Botas”, convertida en cuartel de los autodefensas, los hombres y mujeres ríen y presumen, orgullosos, de formar parte del grupo.
“Ándele, tómeme más fotos, que al cabo mi mamá ya sabe que estoy aquí”, cuenta uno de ellos. El comandante Cinco saca un fajo de billetes y le entrega dos a una de las mujeres: “Vete a comprar cosas para limpiar el piso”, le indica.
Explica que su financiación proviene de empresarios de la región y niegan que un cártel rival los esté apoyando. Las armas, cuenta, son trofeos de guerra. “Se las quitamos a Los Templarios que matamos”.
Un comisario de la Policía federal en la región afirma que los autodefensas “no son unas blancas palomitas” y que, en su opinión, al menos el cártel Nueva Generación, de Jalisco, está detrás de su financiación. El comandante Cinco lo niega una y otra vez. “Eso no es verdad, esta es una región rica. Mire usted a su alrededor”. Afirma que el dinero proviene de las donaciones de empresarios y ganaderos.
Mujeres de armas tomar
Entre centenares de hombres, hay un puñado de mujeres que también ha decidido levantarse y sumarse a las autodefensas.
La “Comandanta Bonita”
Sólo una mujer estuvo en el frente, entre centenares de hombres, la mañana del 12 de enero en que las autodefensas arrebataron Nueva Italia a Los Caballeros Templarios a punta de pistola.
Ella iba con el grupo de la camioneta lujosa, con un R-15 en mano. Playera, jeans entubados y tenis. Maquillaje impecable. Pequeña, rasgos delicados, mirada endurecida en ojos grandes de muñeca. La ciudad estaba sitiada y bajo fuego, y ellos circulaban sobre la carretera con destino a Lombardía. Ahí, unos 30 metros adelante, a la altura de una discoteca, unos “vatos” llevaban las camisetas blancas de las autodefensas.
-¿Son amigos? -preguntó alguien.
-Vénganse, vénganse, son amigos -contestó otro.
Pero uno de los “amigos” se sentó en medio de la carretera. Llevaba un “lanzapapas”, como llaman por acá a los lanzagranadas. Eran templarios disfrazados.
“Ahí va la bala”, anunció alguien en la radio de guerra, donde se escucha a las autodefensas y templarios por igual. El tipo sentado disparó una “papa” contra la camioneta. No le dio. El objetivo aún estaba lejos. Ahí dio inicio uno de los enfrentamientos más violentos.
El encontronazo “estuvo bueno”, resume “La Bonita”.
-¿Y no te dio miedo?
Guarda silencio un momento, extrañada, como si se le estuviera preguntando si cree en duendes o en hadas.
-No -responde con voz grave-. Será por mi carácter, que lo tengo muy duro. O porque ya me acostumbré… quizá la primera vez…
Idalia
Cuando las autodefensas llegaron a una ranchería cercana a Pizándaro, agarraron a un “puntero” (halcón, informante de Los Caballeros Templarios) y se lo llevaron a la cabecera municipal, en Buenavista. Idalia, una joven cortadora de limón, vio cómo se llevaban al hombre que quería, y al poco tiempo recorrió el puñado de kilómetros que la separaban de él. Pero Buenavista, a pesar de ser un bastión de autodefensas, no está libre de espías; alguien la vio e informó a los templarios de Pizándaro que Idalia “andaba con los comunitarios”.
Uno de los templarios, apodado “El Águila”, la fue a buscar una noche, cuando la joven de 22 años estaba con sus amigos echando unos tragos. Él llegó y la mandó llamar.
-Me dijeron que tú le pasas información a los comunitarios -le dijo “El Águila” a la chica-.
-La neta yo no. No he andado con ellos ni pienso andar -le contestó-.
-Así no me dijeron.
-No quiero problemas, ni con ustedes ni con ellos -reviró Idalia-, porque tengo una niña.
Desde entonces, “Él Águila” comenzó a asediarla, a presionarla para que se fuera con él.
Pasó el tiempo, y en una ocasión el templario le mandó un mensaje: debía ir a la comunidad de Los Charcos esa misma tarde. Pero fue entonces que los comunitarios llegaron a Pizándaro. “Miré cuando pasaron. Vi la caravana y dije: ‘de aquí soy’”.
Dulcinea
Dulcinea metió a la mochila escolar tres pantalones, tres blusas y ropa interior. Dejó su casa como si nada e incluso fue a clases, a la secundaria donde estudiaba el segundo año. Pero a la hora de la salida, en lugar de dirigirse a su hogar tomó un taxi rumbo a la cabecera municipal, Buenavista, a una hora de camino. Ahí, su hermano ya la esperaba. Así se unió a las autodefensas. Fue el día en que Dulcinea -de 14 años- dejó a las personas y cosas que ama: su hermanita de 8 años, jugar como delantera en el equipo de futbol, a sus amigas y a su mamá. Todo por las armas.
Dulcinea relata sus peripecias sonriente, con cara infantil, maquillada. Es muy alta y delgada. Tiene cuerpo de modelo y sonrisa de niñita; es conmovedor verla entre “la bola”, con puros hombres hechos, sobre un camión de redilas rumbo a un patrullaje.
Ella advierte que casi nunca anda armada ni dispara. Ayuda en otras cosas.
Casi nunca tira. Pero ya lo ha hecho, dice. En una ocasión se encontró en medio de una balacera. Eran templarios. Y “pues yo también tiré. Y me dio miedo, pero ni modo, dije, ‘vamos a calarnos aquí’”. Llevaba un arma corta. Y se caló.