En punto de las 7 de la noche del miércoles, Dalia Soto, cónyuge de Fidel Castro Ruz, recibió al presidente Enrique Peña Nieto y su canciller, José Antonio Meade, en la casa que la pareja cubana habita al oeste de La Habana, cerca de la Marina Hemingway, a 40 minutos del Centro de la capital isleña.
Dalia los invitó a pasar a un pequeño hall y luego a caminar hacia una sala, escalón de por medio. La casa, una típica habitación habanera de construcción antigua se veía ordenada, limpia. Sin ostentación de seguridad. Sobria, silenciosa.
La sala que continuaba a la estancia tenía sillones de rattan de tonos claros con cojines floreados. Había un tapete debajo de una mesa de centro y alumbraba tenuemente un candil francés del Siglo XIX.
En la siguiente sala, la tercera en un espacio largo, estaba Fidel Castro sentado en su sillón ejecutivo de base giratoria y un respaldo beige. El líder histórico de la Revolución cubana escuchó que llegaban los invitados del turno de las siete de la noche.
Lentamente, muy lentamente, se incorporó para saludar y darle un abrazo afectuoso al presidente Peña, primero, y a Meade después. “¡Presidente!”, dijo Castro. Vino un apretón de manos fuerte con el cubano en silencio y Peña agradeciendo la anfitronía.
El Comandante lo invitó a sentarse en una mecedora de madera y bejuco con un cojín blanco. Las paredes del cuarto estaban pintadas, como dice la canción, de color azul pastel. Peña iba elegante con un traje de lana y seda gris oxford, con rayas verticales (conocidas como diplomáticas); una corbata morada, también de seda, con rayas diagonales grises.
El líder cubano portaba unos pants de Adidas, azul cielo la chamarra y negro el pantalón. Una camisa de cuadros desfajada y tenis negros.
“¿Cómo va México?”, soltó Fidel a Peña, aludiendo que tenía conocimiento de que había habido cambios importantes en leyes mexicanas. El Presidente explicó el proceso de aprobación de las reformas que denomina estructurales.
Castro aprovechó para hablar de la Segunda Cumbre de la Celac, realizada a principios de semana en La Habana, mostrando un conocimiento preciso de las deliberaciones. Peña fue enfático en decirle a Castro que su visita obedecía al interés por reafirmar lazos históricos de hermandad con Cuba, lo que dio pie para que el comandante entrara al baúl de los recuerdos y reseñara parte de sus andanzas en México.
Fue la hora del recuerdo. Y prolongó su comentario para recordar la relación con el ex presidente Lázaro Cárdenas, del que habló elogiosa y agradecidamente. “Nos impresionó”, dijo lacónico Fidel del michoacano.
Al lado del Presidente estaba José Antonio Meade, sentado en otra mecedora, y al frente del canciller estaba la señora Dalia, pareja de Castro, reposando en un sillón. Dos vasos con agua fresca fueron colocados en una mesa lateral; permanecieron intactos.
Al fondo se miraba un cuarto con un escritorio lleno de papeles, periódicos y libros. Era el estudio de Castro.
El líder cubano habló sobre su estado de salud. Dijo que cuando era un joven basquetbolista, durante un partido de un combinado estudiantil contra la Selección Nacional de Cuba se lastimó una rodilla. Quedó tocado de por vida, pero -narró con extrema precisión- tras su caída en Santa Clara en octubre de 2004 en un evento de homenaje al ‘Che’, “la rodilla quedó hecha añicos”, precisó.
La silla ejecutiva y giratoria estaba colocada a media altura para facilitar que Castro estirara sus piernas. Peña estaba hundido en la mecedora, que por su movilidad resulta incómoda para una conversación.
Al informar oficialmente del encuentro a su regreso a la Ciudad de México, Peña lo calificó de “una conversación muy cordial”, y subrayó que los temas de conflictos en las relaciones bilaterales de la última década no aparecieron ni por asomo. “En lo más mínimo”, dijo.
La versión oficial cubana del encuentro, divulgada por Granma, dijo que “hubo coincidencia acerca de los peligros que amenazan a distintas regiones del mundo, y en particular fue significada la importancia de luchar por el desarme nuclear y consolidar a América Latina y el Caribe como una zona de paz”.
En la versión del Presidente mexicano, Castro estaba lúcido aunque cansado por las reuniones que había tenido previamente.
Quien interrumpió la plática justo a la hora de duración fue la pareja de Fidel, con una discreta seña, y posteriormente recordando que había una cita a las 8:15 de la noche en el Palacio de la Revolución para cumplir con la visita oficial.
Peña y Meade se despidieron y Fidel volvió a incorporarse con lentitud. Dio otro abrazo afectuoso al Presidente mexicano con un “mucho gusto” mientras apretaba su mano, la del noveno Presidente mexicano en funciones que Castro conoce en 60 años.
Retrasa vuelo de Peña lección de Angola
El presidente Enrique Peña aprovechó un silencio de esos que se dan cuando coinciden los comensales en masticar bocados, en medio de una cena informal, y preguntó: “¿Y cuáles son las áreas que a ustedes les interesa que trabajemos?”.
Raúl Castro, vestido de traje oscuro, camisa blanca y corbata negra, respondió rápidamente. “Bueno, en el proceso en el que estamos, con México nos interesan todas las áreas; no tenemos ningún límite”, dijo el Presidente cubano.
Entonces, los comensales entraron a detalles. A la mesa estaban, además de Peña y Castro, los cancilleres José Antonio Meade, de México, y Bruno Rodríguez, de Cuba.
Destacó la presencia de Miguel Díaz-Canel, primer vicepresidente cubano y considerado el delfín de Castro. Junto con él estaba Rodrigo Malmierca, ministro de Comercio, par de Ildefonso Guajardo, el secretario de Economía, en la comitiva mexicana.
Completaban la mesa Vanesa Rubio, la subsecretaria mexicana para América Latina, y el experimentado embajador en La Habana, Juan José Bremer.
Las comitivas conversaron sobre la exploración de áreas de oportunidad en inversión económica e intercambio comercial. Concretaron la oferta de una visita de empresarios mexicanos a la isla, la búsqueda de participación empresarial en el proyecto del puerto Mariel, en construcción con un fuerte apoyo brasileño.
El diario cubano Granma dio cuenta del encuentro y apuntó que los dos mandatarios “constataron el buen estado de las relaciones bilaterales”.
La plática fluyó amenamente, según comentaron a Reforma algunos participantes. Comieron canelones de inicio, cuando todo rayaba en la formalidad y protocolo. Ya en la crema de verduras había relajamiento, y al momento de que sirvieron un filete bañado con salsa y un toque de pimienta ya se puntualizaban compromisos.
A la hora del postre, vino el momento de Raúl Castro.
Contó con emoción y orgullo la intervención de tropas cubanas en Angola en 1988, cuando varios de los comensales mexicanos apenas estaban en las universidades y todavía no hacían política.
“Acérquenme una pluma”, levantó la voz Castro a la vez que miraba que en la bolsa de su camisa Peña tenía un plumón disponible. El Presidente mexicano, presto, tomó su bolígrafo y lo entregó a Castro ganándole la partida al equipo de seguridad cubano.
El jefe isleño jaló uno de los cartoncillos donde venía impreso el menú. Lo volteó para dibujar al reverso un mapa de la zona sudafricana.
“Muchos dicen que la Unión Soviética nos ordenó ir a Angola y eso no es así. Nosotros lo decidimos. Y miles fueron voluntariamente a la batalla”, explicó Castro, según cuentan oyentes.
Varias veces el cubano insistió en la participación voluntaria de isleños, 55 mil, dijo, en las batallas sudafricanas, y se detuvo en detalles de la histórica batalla de Cuito Canavale, mencionando nombres de comunidades africanas completamente extrañas para los mexicanos.
Rayaba y rayaba los cartoncillos. “Se acabó todos los menús”, contó una de las fuentes.
La plática sobre África duró una hora. Gracias a las lecciones de Angola, Peña llegó a México a las 3 de la madrugada.