Hay asuntos públicos que resumen, en una nuez, el estado del país: uno de ellos es, sin duda, la revocación de mandato. Como si se tratara de un pequeño ++aleph++, el conjunto de batallas que ha desatado refleja las incontables tensiones a que estamos sometidos a pesar de que en apariencia se trate de un esfuerzo predecible, redundante, cosmético.

Según el diccionario de la Real Academia, revocar significa, en sus primeras dos acepciones: “1. Dejar sin efecto una concesión, un mandato o una resolución. 2. Apartar, retraer, disuadir a alguien de algún designio”. El objetivo primordial de esta consulta ciudadana, asentada recientemente en la Constitución, consistiría pues en permitir que -si representan al menos el 40 por ciento del padrón- consigan que el presidente de la República abandone su cargo en su cuarto año de encargo.

Si el espíritu de la disposición consiste en abrir la posibilidad de que los ciudadanos califiquemos negativamente el trabajo desarrollado por quien nos ha gobernado durante la mitad de un sexenio, a fin de apartarlo del poder, lo natural sería que quienes más interés tengan en convocarlo sean las fuerzas contrarias a las del Presidente en turno; una de las primeras paradojas del nuestro es que el propio Presidente y sus partidarios sean los más vehementes en celebrarlo. Las cartas, pues, se invierten y la revocación se encamina, en cambio, hacia su exacto reverso: un acto de confirmación. 

¿Qué sentido tiene esta apuesta cuando el Presidente ganó la elección con un margen apabullante? ¿No le concede eso la fuerza suficiente para concluir su periodo? La insistencia de AMLO por que se lleve a cabo no tiene que ver, pues, ni con la necesidad de legitimarse -todas las encuestas le conceden altísimos márgenes de apoyo- ni con la idea de alentar nuevos espacios de participación ciudadana, como afirman dócilmente sus seguidores. Su obstinación -a pesar del altísimo presupuesto necesario para obtener un resultado predecible- es en realidad otra de sus muy hábiles maniobras para obtener aún mayor libertad para elegir a su sucesor -o, más bien, sucesora- y, de paso, ponerles una trampa a los consejeros del INE, que detesta.

Lo más impresionante es que, comprobando su inédita astucia política, López Obrador se encamina a ganar una vez más la apuesta. En primer lugar, consiguió que insospechadamente el INE cayera en su juego: al forzar a que el Congreso le recortase parte de su abultado presupuesto, puso a la institución contra la pared. En esa circunstancia extrema, la mayor parte de sus consejeros optaron, tal como el Presidente anhelaba, por la confrontación directa: primero, solicitando la intervención de la Corte para que les restituyeran los recursos y luego amagando -en una maniobra claramente inconstitucional- con posponer la revocación. Justo el escenario soñado por el Presidente: una vez que la Corte ordenó realizar a toda costa y costo el ejercicio, poco importa ya que no se llegue al 40 por ciento de los electores para darle fuerza vinculante: la culpa de la escasa participación será ya, en cualquier caso, de los rejegos consejeros del INE, sometidos además a la diaria descalificación de las huestes presidenciales.

Salvado ese escollo, quedan pocas dudas de que quienes voten por la revocación serán una pequeña minoría: AMLO obtendrá un porcentaje de aprobación superior incluso al ganado en las urnas en 2018 y con eso -piensa él- un margen de maniobra todavía más amplio para afianzar su proyecto transexenal aun frente a los inevitables embates de todo final de sexenio. 

El inmenso embrollo revela, pues, nuestro presente: una oposición abyecta y paralizada, testigo de palo de la puesta en escena, que solo perderá más ante su éxito; unas instituciones democráticas frágiles y desarmadas; unos ciudadanos doblemente pasmados ante la malicia de su Presidente y la extrema torpeza de sus críticos; y un líder obsesionado con socavar cualquier resquicio de disidencia interna y externa y de conservar todo el poder hasta el último segundo. 

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