En vez de una batuta, sus poderosas manos sostienen un palillo de dientes: una astilla con que controla a los más de cien instrumentistas de la Orquesta del Teatro Mariinski. Es 2 de febrero de 2022 y, aunque las tensiones entre Rusia y Ucrania son angustiantes, no podemos imaginar la invasión que iniciará tres semanas después. En la que tal vez sea su última gira europea, Valery Gergiev dirige en el Auditorio Nacional de Música de Madrid el concierto 2 de Brahms y Vida de héroe, la colosal autobiografía musical de Strauss, otro artista asediado por su ambivalente relación con un dictador.

Aclamado como el más brillante -o solo hiperactivo- exponente de la escuela rusa al lado de Temirkánov o Bychkov (un crítico de Putin), Gergiev debutó en 1978 en el teatro que ahora dirige, entonces llamado Kírov, ni más ni menos que con Guerra y paz, la monumental ópera de Prokófiev basada en Tolstói. Desde entonces, se convirtió en la encarnación del nuevo capitalismo ruso: llevó su teatro a altísimas cotas artísticas -y descubrió divas como Anna Netrebko-, a costa de pactar con los nuevos poderes económicos y políticos; muy pronto Occidente lo erigió en estrella del jet set musical con puestos en Rotterdam, Londres y Múnich e invitaciones en Bayreuth, La Scala, Viena o Salzburgo.

Él mismo dice realizar unos 200 conciertos al año: una vida costosa y errante que ha hecho severa mella en su concentración. Y, aun así, desdeñando los ensayos, por momentos no deja de ser una fuerza de la naturaleza: la energía y la sutileza de aquella Vida de héroe prueban que su talento no se ha agotado del todo. En sus inicios, se le comparó con Furtwäengler, otra gran figura demasiado ligada a la tiranía como para lavarse las manos.

Cualquier guerra se vuelve artística: mientras Toscanini denunciaba el fascismo en Nueva York, Karajan o Böhm hacían el saludo nazi mientras miles de músicos judíos huían o eran masacrados. Como ellos, Gergiev no podría definirse apolítico: su conexión con Putin es explícita -por ejemplo, al actuar Osetia o Palmyra- y, si bien ha desarrollado proyectos filantrópicos y de educación musical -así visitó nuestro país hace poco-, se ha convertido en el símbolo de la perversa relación entre arte y poder. A pocos extraña su silencio o, que debido a él, todos sus conciertos fuera de Rusia merezcan ser cancelados.

El caso de Netrebko es distinto: si bien fue aclamada por Putin y posó con una bandera de los separatistas ucranianos -a quienes también apoyó la pianista Valentina Lisitsa-, ha insistido en definirse apolítica y, en una serie de equívocos mensajes, ha deplorado la guerra al tiempo que ha comparado a quienes le piden abjurar de su patria con los invasores: suficiente para que perdiera sus contratos. Ante ello, el pianista ruso-alemán Igor Levit, acaso el más lúcido y comprometido de sus colegas, afirmó que es un insulto al arte decir que no es político.

Más extrema ha sido la reacción de otras instituciones -como el Met- anunciando que solo colaborará con artistas rusos que condenen la invasión. Y, en extremos cercanos al autoritarismo que denuncian, aquellas que exigen a los de cualquier país declaraciones semejantes. Putin sin duda es un tirano y la invasión a Ucrania es tan bárbara como ilegal, pero en 2003 a ninguna institución musical se le ocurrió exigirles a los artistas estadounidenses una condena similar ante una guerra tan bárbara e ilegal como esta.

Las ideas se contagian y ahora todas las instituciones musicales se ven impulsadas a hacer gestos a Ucrania: banderas, himnos, colores. El activismo de la Era Twitter. En el absurdo, cancelar la Obertura 1812 de Chaikovski o el Borís Godúnov de Mussorgski cuando -nos recuerda Gerardo Kleinburg-, en los cuarenta se interpretaba a Strauss en Nueva York. En medio de todo, las reacciones más esperanzadoras han sido las del pianista Béla Hartmann, apelando a los matices, y sobre todo la del director estonio Paavo Järvi, quien condenó a Putin, pero decidió dirigir a la Orquesta de la Juventud Rusa al sostener que los músicos son siempre hermanas y hermanos.

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