Dicen que la Patagonia está en el fin del mundo, pero sus intensos paisajes parecen hablar más de cuando el hombre aún no había surcado el rostro primigenio de éste.
Ya desde el avión se intuye lo insólito, cuando el horizonte se puebla de la caprichosa orografía de picos interminables que es la Cordillera de los Andes.
Entre las muchas razones que atraen exploradores, se cuenta que este territorio de alrededor de un millón de kilómetros cuadrados es silencioso y solitario, con un promedio de dos personas por kilómetro cuadrado.
Nuestra travesía transcurre por su fracción occidental, la chilena, delimitada al norte por el Seno de Reloncaví y al sur por la Antártica.
Tras un largo vuelo desde México, con escalas en Santiago y Puerto Montt, aterrizamos en Punta Arenas. Con poco más de 130 mil habitantes, la localidad fue hasta la apertura del Canal de Panamá uno de los puertos más importantes del mundo, y hoy es la puerta de entrada a la región patagónica chilena.
De ahí continuaremos hacia el norte a bordo de un crucero, en una travesía hacia Cabo Froward, el punto más austral de la masa continental de América, para luego subir por los canales.
En el trayecto podremos admirar en los fiordos la inagotable paciencia de la naturaleza, que labró por siglos esos espectaculares pasos marítimos echando mano del lentísimo andar de los glaciares.
Desembarcaremos finalmente en Puerto Natales, capital de la provincia llamada Última Esperanza, para alcanzar el Parque Nacional Torres del Paine, la joya más preciada de la Patagonia Chilena, de paisajes tan descomunales que difuminan la frontera entre lo real y lo onírico.

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