El alcalde de Río de Janeiro inauguró el ruidoso carnaval de esta ciudad costera, autodefinido como la mayor fiesta del planeta y la última celebración en Brasil antes de que sea anfitrión de la Copa Mundial de Fútbol.

Entre tambores retumbantes y bailarines bañados en lentejuelas, el alcalde Eduardo Paes le entregó la llave de la ciudad al Rey Momo, el personaje que encabeza los excesos y la locura del carnaval.

Del viernes al Miércoles de Ceniza, cientos de miles de personas colmarán las calles de Río para las aproximadamente 500 fiestas al aíre libre conocidas como “blocos”. Se espera que las más tradicionales de estas fiestas atraigan el sábado a por lo menos un millón de personas al centro de la ciudad.

Las autoridades de turismo de Río de Janeiro esperan que lleguen cerca de 918.000 visitantes para el carnaval, con lo que se inyectarán 730 millones de dólares a la economía local.

El carnaval es el momento más esperado del año para muchos residentes locales, incluso los talentosos carteristas, para quienes los cinco días de fiestas callejeras inundadas de cerveza son una bendición.

Por su parte, los fiesteros más avezados apelan a su experiencia del pasado para mantener a salvo su dinero y sus pertenencias.

Algunos usan cintos-billetera o bolsillos secretos dentro de disfraces muy elaborados. Otros ocultan los billetes dentro de zapatillas de tenis.

El hurto puede echar un balde de agua fría a la fiesta y requerir horas de espera en una estación de policía para hacer la denuncia, prácticamente sin esperanzas de recuperar nada. El año pasado, las televisoras locales mostraron largas filas de fiesteros robados aguardando hacer su denuncia ante la policía.

La agencia de estadísticas del estado de Río no detalla los delitos cometidos durante el carnaval por rubros, pero las denuncias de hurto suelen subir en un 30 % durante el carnaval.

En la fiesta callejera titulada “Palomitas de maíz y gaseosa” en el vecindario de Tijuca, de clase media, Rafael Henrique Victorio lucía el viernes lo que calificó como un disfraz a prueba de carteristas, un atuendo hawaiano marrón digno de Zsa Zsa Gabor.

“Si alguien quiere meter mano a mis bolsillos tendrá que sortear primero todo este material”, dijo Victorio, un abogado que había coronado su testa con una peluca negra enrulada rematada en flores de plástico.

Las amigas Isis Jatoba y Luiza Borges tenían cinturones con bolsillos que compraron especialmente para el carnaval a fin de proteger el dinero, los pases para el transporte, las llaves y los teléfonos celulares viejos que solo llevan a las fiestas callejeras en vez de los nuevos.

“Me deja las manos libres y seguras las cosas que necesito”, afirmó Borges, alzando la camisa para mostrar el cinto.

Jatoba, una maestra vestida de Mujer Maravilla, dijo que estaba en alerta pese a que nunca le robaron en carnaval. “Pero tengo una amiga que vino de fuera de la ciudad y le robaron dos veces en el mismo carnaval”, agregó. “Nadie se lo merece”.

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