Tanta muerte, tanto dolor, en un espacio tan pequeño.

Duele imaginarse esos cuerpos inertes, asfixiados, como si los hubieran hervido por dentro, con una descomunal fiebre que calienta todo a su alrededor. Los órganos dejan de funcionar y da un sueño que mata. Seguramente había muchos amontonados en las esquinas, buscando aire, en la caja de un tráiler que no puede abrirse por dentro. El aire acondicionado no estaba prendido. ¿Por qué? Qué error tan tonto y tan grave. Debe ser terrible esa angustia del que sabe que no hay salida, que el compañero de al lado ya se desmayó y que luego sigue él. O ella. El agua se acabó. Y la vida también.

Con 53 muertos, esta ya es la peor tragedia migratoria en la historia de Estados Unidos. Pero esta es una historia que se repite.

En el 2003 viajé a Victoria, Texas, para una noticia similar. Decenas de inmigrantes habían sido amontonados en la parte de atrás de un tráiler. Tampoco tenían aire acondicionado ni agua suficiente. Cuando descubrieron el tráiler estacionado, sin chofer, había 17 inmigrantes muertos, incluyendo un niño de cinco años de edad. Dos adultos más morirían más tarde en el hospital.

Tras esa cobertura periodística hace casi dos décadas, escribí un libro -Morir en el intento- como advertencia y pensando que este tipo de tragedias nunca se repetiría. Pero me equivoqué.

Cuando mi jefa, la incansable María Martínez, me llama a la casa, tiemblo. Casi siempre es algo grave. La penúltima vez que lo hizo terminé en la guerra en Ucrania. Y el lunes pasado, solo me preguntó si estaba al tanto de lo que ocurría en Texas. “This is bad, Mister Ramos”, me dijo. Y tenía razón. Empaqué de madrugada y a la mañana siguiente ya estaba trepado en un avión camino a San Antonio.

Fue un déjà vu. Se trataba de un tráiler muy parecido, tirado y sin chofer a un lado de otra desolada carretera. Las circunstancias eran casi iguales. Y el dolor enorme pero multiplicado por 53. Del 2003 al 2022 lo único que había cambiado era el número de víctimas.

Ya sabemos que los muros no sirven. La frontera entre México y Estados Unidos es porosa, fácil de violar, y así ha sido desde su creación tras la guerra en 1848. Eso no ha cambiado ni va a cambiar. Lo normal es que las personas más vulnerables del continente, y que viven en el sur, se vayan al lugar más seguro y próspero en el norte. Huir de la guerra, de las pandillas, de la pobreza, de la falta de salud y educación, de la corrupción y de la ausencia de oportunidades no es un crimen.

En el pasado mes de mayo fueron detenidas más de 239 mil personas que entraron ilegalmente a Estados Unidos. Es un récord. Esto quiere decir que en este año fiscal pudieran entrar unos dos millones de personas sin documentos. Otro récord. Esa es la realidad. Es una simple cuestión de oferta y demanda. Y Estados Unidos tiene la capacidad y la obligación moral de proteger a muchos de esos refugiados. El problema es que no hay un sistema eficiente, generoso y justo que permita atender a toda esta gente.

Tenemos que aceptar que el millón de inmigrantes legales que Estados Unidos acepta anualmente es totalmente arbitrario e insuficiente. Por cada inmigrante que llega legalmente, entran dos sin documentos. El sistema tiene que adaptarse a esta nueva realidad. Imponer cifras, como hemos visto, no tiene ningún impacto en la frontera.

Conclusión: hay que ampliar la migración legal y crear un nuevo sistema para evitar más tragedias como la de San Antonio y Victoria. La muerte nunca debe ser parte de la ecuación migratoria. Si los futuros inmigrantes y refugiados supieran que hay maneras seguras y confiables de entrar a Estados Unidos, estoy seguro que no se arriesgarían cruzando con sus hijos por el río Bravo, ni se aventurarían en el desierto a la mitad de la noche o se meterían en una caja metálica sin aire acondicionado en pleno verano.

Pero no tengo muchas esperanzas. Todas las que tuve se han ido desinflando.

Aquí estoy esperando la siguiente llamada de María.

@jorgeramosnews

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