Frente a la turbulencia -la explosión nuclear que estuvo a punto de liquidar la democracia estadounidense-, la calma. Por manida que suene la frase, no es otro el papel que Joseph Biden ha desempeñado en estos dos años posteriores a esa locura compartida que fue la Presidencia de Donald Trump. No solo esos cuatro años de mentiras y desatinos, de rabietas e incitaciones al odio, de desplantes y narcisismo maniático, sino en particular los últimos días de su gobierno en los cuales, como ha ido detallando el morigerado comité legislativo que investiga la toma del Capitolio el 6 de enero de 2021, Trump se empeñó en quebrantar la vida institucional de su país.
Tras el sujeto atrabiliario y feroz, entregado solo a sí mismo -y, en el proceso, dispuesto a venderle su alma al diablo: los republicanos radicales que hoy controlan la Suprema Corte-, siempre violento y desbocado, el antiguo vicepresidente de Obama es un sanador. Una figura apacible y algo hierática, con un doloroso pasado a cuestas, más un abuelo retirado que el comandante en jefe de la primera potencia mundial. Por supuesto, esta imagen también resulta engañosa -Biden es uno de los políticos más curtidos del momento, conoce como pocos las entretelas del poder y tiene muy clara la agenda del imperio-, pero aun así no puede representar ya otra cosa que esa aburrida y necesaria normalidad como antídoto a la crispación.
Si los votantes lo eligieron in extremis fue por su talante moderado, dialogante, pacífico. Las mismas bazas que ahora lo arrinconan en un treinta y tres por ciento de popularidad. El suave líder que llegó a la Casa Blanca a poner orden, a comportarse como adulto, a limpiar y pulir el desaguisado, a devolverle dignidad y mesura a su puesto, se muestra incapaz de convertirse, de la noche a la mañana, en una figura carismática. Su tarea, la única para la que fue elegido -desalojar a Trump-, está hecha. Las circunstancias, para colmo, no lo ayudan: pese al incremento sostenido de empleos, la inflación provocada por el alza de los energéticos mina por entero su popularidad.
Es la economía, en efecto, como advirtió su correligionario: la memoria cívica es corta y, a dos años del intento de golpe de Estado de Trump, a los estadounidenses es lo único que en el fondo les importa. Que Biden haya actuado enérgicamente contra Putin, que el comité del 6 de enero revele el carácter dictatorial de Trump, así sea a cuentagotas, o que los republicanos al fin hayan conseguido su sueño de eliminar Roe vs. Wade, no parece suficiente para desatar una reacción de los demócratas. Si por regla general los presidentes en turno suelen perder las elecciones legislativas intermedias, el escenario luce abocado a una catástrofe, a menos que el cambio radical en las posiciones de los distintos sectores demográficos ocurrida en estos años consiga equilibrar un poco la balanza. Como revela una encuesta reciente del New York Times/Siena College, mientras los blancos sin estudios universitarios y los viejos siguen siendo la base republicana -con los latinos cada vez más de su lado-, los demócratas cuentan ahora no solo con las mujeres y los afroamericanos, sino, de manera apabullante, con los sectores mejor educados. Aún así, el futuro para Biden se aprecia cuesta arriba: ni sus correligionarios lo quieren de candidato.
En esta delicada circunstancia, recibió a nuestro Presidente. Más allá de que su estilo a Biden no debe gustarle demasiado -y más tras su ausencia en la Cumbre de las Américas-, el encuentro con AMLO parecía necesario. En nuestro México esquizofrénico, unos perciben la visita como un hecho histórico y otros como una catástrofe histórica: no fue ni una cosa ni la otra. Se trató, de nuevo, de un intento de normalidad entre ambos países en el que, así fuera prolijamente, López Obrador señaló la urgencia de regularizar a millones de migrantes latinoamericanos, un tema casi olvidado en los desgarrados Estados Unidos de estos años. Que el tema, de una urgencia capital, reaparezca en el debate basta para celebrar el corto viaje.
@jvolpi