Al presidente López Obrador le gusta insistir en que los críticos de la relación bilateral anhelan un pleito entre Estados Unidos y México. No es solo el Presidente. El canciller Ebrard también ha vuelto con frecuencia a esa curiosa lectura, que supone que la crítica –como decíamos en este espacio la semana pasada– solo puede leerse como un acto de poder, que busca consecuencias políticas, y no como un análisis que lo que busca es lo opuesto del pleito: un camino hacia un mejor entendimiento. “Se van a quedar con las ganas (de un conflicto)”, decía Ebrard en noviembre del 2020.

Es tal la insistencia en la narrativa del pleito que quizá valga la pena considerar una lectura distinta. Tal vez quien añora el agravio con Estados Unidos es el propio Gobierno mexicano. Hay que considerar la evidencia.

Desde el principio mismo de la presidencia de Biden, el presidente López Obrador ha optado, en el menor de los casos, por la irritación. En el contexto de la gravísima crisis institucional que supuso la patraña del fraude de Donald Trump, la negativa lopezobradorista de felicitar de manera pronta y clara a Biden era y es muy grave. López Obrador y la Cancillería sabían, con toda seguridad, el calibre de problema que significaba para Biden la nube de ilegitimidad que Trump injustamente –y sin evidencia alguna– había puesto sobre el gobierno naciente. Les importó poco.

De ahí en adelante, el Gobierno mexicano no ha parado de ser un irritante en Washington. Y es importante subrayar esto último. Esta estrategia de agravio constante ha afectado la relación bilateral con toda la estructura gubernamental estadounidense, que va más allá de la Casa Blanca para alcanzar, por ejemplo, al Congreso, donde la molestia con México es grande.

López Obrador ha acusado abiertamente al gobierno estadounidense de participar en una conjura en su contra, al ayudar a financiar organizaciones como Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad. Ahora sabemos que este absurdo reclamo incluso hizo mella en el embajador Salazar, quien, para sorpresa de gente sensata en Washington, se ha comprado parte de la narrativa conspirativa lopezobradorista, en detrimento del respeto elemental que debería merecerle la sociedad civil mexicana.

López Obrador también ha aprovechado cada oportunidad para alinearse detrás de Cuba y Venezuela (y Nicaragua). Ha festejado a Díaz-Canel y ha descrito la tragedia cubana como un ejemplo. En el colmo de la confrontación, decidió boicotear la Cumbre de las Américas organizada por Biden. De paso ha descalificado públicamente a varios importantes senadores estadounidenses, sin olvidar su desprecio (también público) por la prensa de Estados Unidos.

Y ahora tenemos la estridente reacción a la querella comercial por la política energética mexicana. Antes que la cautela y la seriedad, el presidente ha optado por la burla, la provocación y la ira. Ha planteado lo que es una disputa grave, pero manejable en los términos del tratado como una batalla por la soberanía mexicana frente a “traidores”. La destemplanza ya incluye referencias al desfile militar del día de la Independencia para hablar de “defensa” de México.

¿Qué es todo esto sino la conducta de un buscapleitos?

Quizá quien busca desesperadamente un conflicto abierto con Washington es López Obrador. No es nuevo. El antiamericanismo y el uso de un “extraño enemigo” como amenaza son estrategias recurrentes en el populismo mexicano, latinoamericano y más allá (Orban, Putin, Erdogan). Pero, ¿para qué querría esa confrontación el Presidente de México? Ciertamente no para avanzar los intereses del País. No hay escenario en el que una fractura con Washington ayude a México. López Obrador quiere esta pelea para lo mismo que quiere todo: porque le sirve para la persecución del poder. Poder y más poder. En el fondo, de eso se trata. De eso se ha tratado siempre.

@LeonKrauze

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