Si las condiciones no cambian de manera dramática, lo más probable es que el candidato elegido por Morena llegue a la Presidencia de la República en 2024. Y, en vista del desastre que reina en las filas de la oposición, donde hasta el momento no hay una sola figura capaz de hacerle frente, quizás sea lo mejor: el partido oficial cuenta con al menos dos candidatos que, si se deciden a recomponer los caprichos de López Obrador, de revertir sus matices autoritarios y de reencauzar la auténtica agenda de la izquierda, podrían cumplir con la transformación que este ha prometido y al mismo tiempo frenado con su militarismo extremo, su austeridad neoliberal, su desdén hacia la sociedad civil y su incapacidad de reformar nuestro sistema de justicia.

Tanto Claudia Sheinbaum como Marcelo Ebrard -Adán Augusto López es una incógnita y al parecer en Morena no hay sitio allí para Ricardo Monreal- tienen posibilidades de cumplir con las expectativas desatadas en 2018 que se han visto truncadas por el personalismo exacerbado del Presidente: ambos poseen largas carreras en la militancia y el servicio público, ambos son astutos y conciliadores, ambos cuentan con numerosos partidarios tanto dentro como fuera de su partido. Y sin embargo, sus personalidades no podrían lucir más diferentes: la activista frente al político de carrera; la mujer que siempre ha estado a la vera de AMLO frente a quien posee una trayectoria propia; alguien que parece identificarse con una izquierda sin paliativos frente a alguien cercano a la socialdemocracia.

En este escenario, donde casi bastaría que cualquiera de ellos dos -o incluso alguno de los restantes precandidatos- obtenga la postulación de Morena para acceder a la Presidencia, la única decisión realmente democrática que podría tomar el partido -y el Presidente- tendría que ser la organización de unas elecciones primarias, abiertas, que permitan contrastar no solo sus perfiles públicos, sino sus proyectos de futuro que -uno intuye- no podrían resultar más opuestos. Así ocurre con todos los grandes partidos del mundo.

Elegir a su candidato mediante una encuesta -como Morena ha hecho en los estados- equivale a renunciar a la democracia. Aun si asumiéramos que todos los contendientes aceptan las condiciones y supervisan la manera como se llevan a cabo, las encuestas no pueden sustituir a una elección: en el mejor de los casos, reflejan la mayor o menor popularidad de cada contendiente -pero la popularidad es un asunto mediático, propio del mundo del espectáculo y no de la democracia-. Que la virtual elección de quien habrá de gobernarnos dependa de la simpatía, las buenas maneras o la ubicuidad de los participantes, en vez de sus ideas y propuestas -que este sistema no solo diluye, sino que impide por completo- es un feroz atentado contra esa democracia por la que tanto AMLO como la mayor parte de sus militantes defendieron en otros momentos de nuestra historia.

Si López Obrador se empeñó tanto en que el INE organizara la consulta de revocación de mandato en vez de atenerse simplemente a las encuestas que le seguían concediendo una popularidad muy alta, es porque coincide con este punto de vista: las encuestas no bastan. No bastarían nunca, en todo caso, para sustituir a la elección presidencial. Esta es una más de las contradicciones radicales de su discurso: lo correcto no puede ser una consulta abierta para él y en cambio unas encuestas poco transparentes para su sucesor. Los militantes de Morena y los ciudadanos no deberían, en cualquier caso, permitirlo.

Necesitamos que Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard -y Adán Augusto López y Ricardo Monreal y cualquier otro que reúna los requisitos para participar- les digan con claridad a los ciudadanos cuáles son sus intenciones, sus ideas, sus proyectos de país, y poder elegir entre ellos. Tras la larga y penosa hegemonía priísta, y la accidentada y frágil alternancia que experimentamos desde el 2000, es lo mínimo que los mexicanos podemos exigirle al Presidente y un partido que no dejan de hablar de democracia.

@jvolpi

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