Voluntad de pacificar y reconciliar un país ferozmente dividido y todavía ensangrentado. Firmeza con los acuerdos de paz y decisión de transferir la seguridad pública del Ejército a los civiles. Defensa de los pueblos originarios y afrodescendientes y reconocimiento de la diversidad. Combate explícito contra la desigualdad y medidas puntuales para revertirla. Una reforma fiscal que afectará, por tanto, a los sectores -allá llamados estratos- más ricos, y otra de corte agrario. Voluntad de diálogo con todas las fuerzas políticas, incluso las que se empeñaron en frenar su candidatura. Una agenda ambiental sólida y una drástica apuesta por las energías renovables. Un discurso a la vez firme y conciliador, que en todos sus aspectos sigue puntualmente la agenda de la izquierda. Un inicio, pues, que no podría invitar más a la esperanza, tanto para Colombia como para el resto de América Latina, y que haría pensar en Mujica o en los primeros años de Lula.
La llegada al poder de Gustavo Petro y Francia Márquez supone un revulsivo no solo para la derecha que ha gobernado su país, defendiendo sin falta los intereses de unos cuantos, sino también para el resto de las naciones de la región que cuentan con gobiernos que se proclaman de izquierda. Frente a las dictaduras que prevalecen en Cuba y Nicaragua, el autoritarismo extremo de Venezuela, la inestabilidad del Perú y la ambigüedad de México, Colombia hoy representa el horizonte más alentador, al lado de Chile: no es casual la sintonía entre el antiguo alcalde de Bogotá y Gabriel Boric durante la toma de posesión del primero.
Colombia ha sido, hasta el momento, uno de los países más conservadores del continente: siempre ha sido gobernado por la derecha, en sus distintas encarnaciones; nunca tuvo algo semejante a una revolución social o una redistribución de la tierra, como en México; y la influencia de Álvaro Uribe -acaso uno de sus líderes más radicales- ha sido permanente a lo largo de los últimos lustros. Y aun así, con fuerzas que querrían verlo destruido y grupos que no le perdonan su incursión juvenil en la guerrilla, Petro se está atreviendo a reconstruir las estructuras de poder político y sobre todo económico que han prevalecido en su patria por tanto tiempo.
La sensación que sus propuestas provocan en México no puede ser más agridulce. Esas mismas esperanzas le concedieron la victoria a la 4T en 2018: la voluntad de cambio con una propuesta integral de izquierda. Por desgracia, el gobierno de López Obrador muy pronto comenzó a desembarazarse de buena parte de las promesas que lo llevaron a la Presidencia. Si bien ha mantenido su voluntad de apoyar a los sectores más desfavorecidos con apoyos directos y aumentos al salario mínimo -eso no puede reprochársele-, su discurso se inflama cada vez más contra quienes denomina conservadores y neoliberales mientras en casi todos los demás ámbitos ha renunciando a cualquier visión progresista -se ha negado, de plano, a aumentarles los impuestos a los más ricos-, sin que sus aliados se atrevan a reclamárselo.
Además de dejar de lado cualquier programa ambiental y de arremeter sin tregua contra la sociedad civil y muchos de quienes fueron sus votantes, descorazona que, en los mismos días en que Petro anuncia una reforma para devolver paulatinamente la seguridad pública a los civiles -y ha nombrado a un reconocido defensor de los derechos humanos al frente del ministerio de Defensa-, AMLO se empeñe justo en la contraria: transferirla formalmente, violando la Constitución, al Ejército. Si de veras quisiera acotar el poder de los militares, tendría que nombrar a un civil al frente de la Secretaría de la Defensa: algo imposible de imaginar en este México.
Que nuestro gobierno celebre el triunfo de Petro sin mirarse en su espejo resulta tosco y decepcionante. Ojalá los precandidatos de la 4T tomen nota de lo que sucede hoy en Colombia, porque ese parecería el camino hacia la real transformación de izquierda que se nos prometió en 2018 y aún se nos niega.
@jvolpi