Reconocido al fin como un crimen de Estado, el caso Ayotzinapa no derivará en juicios ejemplares porque en México son imposibles

Fue el Estado. El clamor popular que, desde las desapariciones forzadas y los homicidios perpetrados contra los normalistas de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014 no hizo sino incrementarse, al fin ha sido pronunciado por el Estado luego de que, el 18 de agosto, Alejandro Encinas presentara el informe de la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia. Numerosos actores políticos y mediáticos se habían resistido durante estos casi ocho años a aceptar esta conclusión a fin de sustraer la responsabilidad de sus distintos órganos y muchos de sus involucrados.

Y, en efecto, fue el Estado, si consideramos que, según el Informe, en el secuestro, la desaparición y el asesinato de los normalistas participaron distintas fuerzas policiacas y militares ante la indiferencia o la complicidad de todos los actores políticos: autoridades locales, estatales y federales -incluyendo al propio gobernador y a las cúpulas del Ejército y de la Policía Federal en la localidad-, quienes estuvieron siempre al tanto de los hechos y decidieron no intervenir para frenarlos. Las palabras de Encinas fueron muy duras contra estas corporaciones: la omisión de cada una de ellas -todas partes centrales del Estado- fue decididamente criminal.

Como criminales fueron las investigaciones emprendidas no tanto para resolver el caso -o discernir el paradero de los jóvenes-, cuanto para impedir que esas mismas fuerzas estatales fueran inculpadas por lo ocurrido. Igual que en el asunto Cassez-Vallarta y tantos otros, el Estado se valió de toda su fuerza para impedir que se llegase a la verdad y que las autoridades responsables de la masacre -hoy podemos llamarla así- fueran llevadas ante los tribunales.

Por desgracia, una vez más los intereses políticos se mezclan con el rigor que la Comisión procuró exhibir. Aunque resulta difícil dudar de que el exprocurador Murillo Karam sea responsable de tortura y obstrucción a la justicia -dos prácticas llevadas a cabo bajo su responsabilidad-, resultará casi imposible demostrar que sea culpable de desaparición forzada -el informe no incluye ningún indicio al respecto-, del mismo modo que resulta inverosímil que, si fue autor de estas prácticas -y de articular la falsa “verdad histórica”-, su jefe, el presidente de la República, Enrique Peña Nieto, no haya estado al tanto: dos ribetes que muestran el sesgo político detrás de las órdenes de aprehensión libradas contra numerosas autoridades civiles y militares.

Y si decimos que fue el Estado no es porque cada uno de esos individuos concretos que participaron en las desapariciones, homicidios, torturas y actos de obstrucción a la justicia -los sempiternos montajes armados una y otra vez frente a nosotros- no deban comparecer y ser juzgados, en un rango que va de los policías municipales al propio Peña Nieto, sino porque el Estado que los mexicanos, que todos los mexicanos, hemos construido es justo este: uno donde todas las autoridades son capaces de participar activa o pasivamente en distintos crímenes, o en su ocultamiento, en una práctica que no es excepcional, sino parte de nuestra pavorosa normalidad.

Sí: vivimos en un Estado donde no existe el Estado de derecho, diseñado para servir a los poderosos y garantizar su impunidad, y que ninguna fuerza política ha querido cambiar: ni el PRI ni el PAN ni, hoy, Morena. Lo veremos: el loable esfuerzo por conocer la verdad de Ayotzinapa no derivará en juicios ejemplares porque en México los juicios ejemplares son imposibles.

Conociendo el horror, lo único que podría salvarnos es una reforma radical de ese sistema de justicia que solo beneficia a quienes tienen poder. Y, en vez de eso, de manera esquizofrénica, apenas unos días después de presentado el Informe, el gobierno que promete el fin de la impunidad solo contribuye a ella desgañitándose a favor de la prisión preventiva oficiosa, una medida autoritaria -y ultraconservadora- que desdeña la presunción de inocencia y no hace sino acendrar esa desigualdad judicial que solo perjudica a esos sectores desfavorecidos de la sociedad a los que afirma defender.

@jvolpi

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