Está hecho: una mayoría de legisladores del partido en el poder y sus aliados, a los cuales, luego de intensísimas presiones, se sumaron varios miembros de la oposición, decidieron alargar aún más el estado de excepción en que vivimos desde el 2006 y que permite que el Ejército sea el responsable de nuestra seguridad pública. Los controles introducidos en el último momento, así como las disposiciones para impulsar a las policías municipales, no son sino paliativos frente a una determinación que se muestra permanente: serán los militares, y solo los militares, con su irremediable tendencia a la opacidad, sus tácticas de guerra y su propio e intocable sistema de justicia, quienes estarán a cargo sin que parezca haber otra salida.
Poco a poco nos hemos convertido en un Estado militar. Quienes buscan ocultar este ominoso hecho insisten en que el Presidente de la República es un civil: una cortina de humo que obvia que, más allá de esa subordinación, el Ejército y la Marina están acumulando un poder inédito que, para colmo, no se reduce ya a labores de seguridad, sino que infiltra cada resquicio de nuestra vida pública. Con su férrea jerarquía y sus cadenas de mando, su lógica piramidal, su espíritu de cuerpo, su endogamia y su alergia a la transparencia, han permeado todas las estructuras del Estado, transformándolas radicalmente en el proceso.
La necesidad de separar el ámbito civil del militar no es una veleidad o un capricho, sino uno de los principios fundamentales de las democracias modernas, tanto como la que debe existir entre la Iglesia y el Estado. Las razones son claras: los ejércitos son corporaciones cerradas, diseñadas para el combate y, aun en tiempos de paz, mantienen en su actuación esta inevitable paranoia: la obsesión con identificar enemigos potenciales, cerrar el paso a cualquier heterodoxia, cerrar filas con el poder e impedir cualquier crítica interna. En el mejor de los casos, su naturaleza se aboca a la defensa, cuando no a la confrontación directa: a resistir los embates ajenos en aras de lo que ellos consideren los sacrosantos intereses de la patria.
Todos estos factores, tan apreciados en una guerra, hacen que los militares parezcan más eficientes, leales y rápidos que los civiles, pero es imprescindible entender que, trasladadas a otras esferas de la vida pública, estas virtudes se convierten en un peligro latente para cualquier gobierno democrático. Con enorme irresponsabilidad, López Obrador ha creído que el Ejército puede suplantar a un servicio civil de carrera. Así es como le ha confiado la construcción de infraestructura, el control de parte del sistema financiero, la administración de aduanas, puertos y aeropuertos, e incluso de nuevas empresas, como una proyectada línea aérea -más lo que se acumule esta semana-, rompiendo todo equilibrio entre el poder civil y el militar.
AMLO no quiere darse cuenta de que el Ejército no puede sustituir a un servicio civil de carrera porque no es un cuerpo especializado al que se acceda a través de concursos abiertos y que garantice el ascenso en virtud de los méritos, sino una oscura pirámide donde lo único que importa es la lealtad y la sumisión a su modelo. Al hacerlo, alienta que el Ejército y la Marina acumulen un poder y un capital a los que ya nunca querrán renunciar: queriéndolo o no, está animando un contrapoder al que en el futuro será imposible oponerse. Por más que se piense capaz de controlar ese monstruo, tarde o temprano -con él o con sus sucesores- este podría rebelarse y establecer sus condiciones para permitir el funcionamiento normal del Estado.
Y todo esto ocurre justo cuando su propio gobierno ha revelado su complicidad en la desaparición y ejecución de los normalistas de Ayotzinapa y cuando los miles y miles de documentos filtrados por Guacamaya van exhibiendo sus debilidades, secretos, amenazas y crímenes. Aunque ahora no tengan más remedio que celebrarlo, Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard y Adán Augusto López deberían estar muy preocupados. El país que AMLO le heredará a alguno de ellos contendrá este regalo envenenado: un Ejército arrogante que no dudará en venderles cara su lealtad.
@jvolpi