No por un milagro sino por el esfuerzo y sacrificio de generaciones, México, que ha sido sucesivamente teocrático, monárquico, virreinal, caudillista, dictatorial, revolucionario, “revolucionario-institucional”, es hoy un país democrático. Muy pronto puede dejar de serlo.
Es triste pero quizá natural que las nuevas generaciones desconozcan el gigantesco logro de haber dejado atrás las bárbaras costumbres del siglo XX, cuando las elecciones eran una mera formalidad que atraía a pocos votantes, un teatro organizado por el gobierno para asegurar el triunfo de sus candidatos a todos los puestos. Es posible que sus abuelos o bisabuelos recuerden que en los años treinta, cuarenta y cincuenta, a los votantes de oposición se les intimidaba o silenciaba a balazos. Tal vez sus padres puedan atestiguar la vasta cultura del fraude: la adulteración del padrón electoral, las brigadas votando en varias casillas, las “urnas empanzonadas”, el cínico festejo del “carro completo”, el sufragio de personas impedidas para ejercer ese derecho, la manipulación electrónica de resultados, la “caída del sistema”. Acaso a los jóvenes todo aquello les parezca prehistoria, lo cual entraña el consabido riesgo: desconocer la historia lleva a repetirla.
¿Apreciarán al INE? Creado en la década final del siglo pasado, el Instituto Federal Electoral (ahora INE) se convirtió a partir de 1997 en el reverso del antiguo sistema político. Gracias al esfuerzo de millones de ciudadanos contando los votos en cada casilla, la democracia arraigó en la práctica, logrando que muchas cosas cambiaran para bien: se incrementó la participación hasta en las elecciones intermedias, las mujeres contendieron en una proporción mucho mayor, hubo una pluralidad de opciones partidarias e ideológicas, surgió la opción de candidatos independientes, el Tribunal Federal Electoral mostró su solvencia aun en elecciones conflictivas, la alternancia se volvió una norma en todo el territorio nacional. El balance de ese cambio histórico explica la credibilidad interna de la institución y su inocultable reconocimiento internacional.
En 2018 el votante tenía muchos motivos para sentir desaliento (la corrupción, la violencia), pero entendía que en sus manos estaba el instrumento para castigar al gobierno en turno. Ese instrumento era la democracia, encarnada en el INE. La ratificación de todo ello llegó con el triunfo inobjetable de AMLO.
Por desgracia, el presidente que triunfó gracias a la democracia no es demócrata. Como todo populista, su designio fue utilizarla como un andamiaje para acabar con ella. Por eso, desde el principio de su gobierno, López Obrador no ha dejado de agredir, amenazar y calumniar al INE. Su ataque no es solo retórico, va acompañado de acciones, en particular de continuos recortes draconianos a su presupuesto. López Obrador se ha considerado víctima de fraude en las elecciones de 2006 por la intervención del presidente Fox, pero esa injerencia palidece frente a la que él mismo ha desplegado en todos los procesos electorales celebrados bajo su gobierno.
Así llegamos al momento actual. A pesar de la probada solvencia del INE, la falta de memoria nos cobra la factura. Si se consuma la captura del INE propuesta por el partido oficial y sus satélites, volveremos irremisiblemente a los tiempos en que el régimen era juez y parte, con la agravante participación de dos cuerpos ajenos -adversos, de hecho- a toda práctica democrática: un ejército cuyo mando superior ha tomado el partido del gobierno, y las organizaciones criminales que han llegado al extremo de secuestrar a funcionarios de partido y candidatos para favorecer a Morena.
La improcedencia histórica, política, económica, moral de la reforma propuesta está argumentada hasta la saciedad, aunque nunca convencerá a quienes buscan la reversión de la democracia. ¿Encontrarán los representantes del PRI en su conciencia un resquicio de dignidad para honrar la memoria de reformadores como Reyes Heroles y se opondrán? De no hacerlo, que no tengan duda: su voto será el último clavo en el ataúd de ese partido. Y la Historia, tarde o temprano, registrará su infamia, junto a sus nombres.
Por lo pronto, los ciudadanos estamos solos. El país en llamas, la salud pública denegada, la educación devastada, la mentira vuelta verdad oficial. Y la democracia en vilo.
¿Qué nos queda? Nos queda marchar. En 1968, por la libertad; en 2022, por la democracia.
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