La democracia occidental viene de las reformas de Solón y Clístenes en la antigua Atenas.

Todo ciudadano ateniense estaba obligado a gobernar, si era elegido. La elección la hacían los oligarcas, poniéndose de acuerdo. Hubo desacuerdos que paralizaron el gobierno; y, para superarlos, el oligarca Clístenes inventó la solución de someterse al voto ciudadano.

Platón y Aristóteles criticaron el voto popular, porque se prestaba a que un demagogo, ofreciendo maravillas a los ciudadanos, llegara al poder y se convirtiera en tirano.

Dos milenios después, la admiración a la cultura griega en el Renacimiento favoreció que la democracia resurgiera como ideal utópico, enriquecido con valores cristianos, en Tomás Moro, Vasco de Quiroga y los colonos ingleses en América. La Revolución francesa enarboló esos valores: libertad, igualdad, fraternidad.

En México, el sueño democrático surgió del ejemplo de los Estados Unidos y los libros de Locke, Montesquieu, Rousseau. Pero fue reprimido: Los súbditos “nacieron para callar y obedecer, y no para discutir y opinar en los altos asuntos del gobierno” –declaró el virrey en 1767.

Sin embargo, los vientos liberales inspiraron la Independencia, la Reforma y la Revolución. Hoy mueven a los mexicanos modernos, una minoría cada vez mayor.

En 1910, México tenía 15 millones de habitantes. A diferencia de Francisco I. Madero y sus seguidores, los votantes se sentían súbditos del Señor Presidente, más que ciudadanos. Los verdaderos ciudadanos quizá no llegaban al 1% de la población: 150,000.

En los tiempos de la Reforma fueron todavía menos. La sociedad era llevada a rastras al progreso por unos cuantos miles de universitarios. Tomaron el poder y el papel evangelizador de misioneros del progreso y redentores del pueblo atrasado, como lo hicieron los líderes religiosos de la Nueva España, y luego los sacerdotes insurgentes Hidalgo y Morelos.

En el siglo xix, liberales y conservadores no supieron convivir. Prefirieron matarse que escucharse. Ganaron los liberales, y (contradictoriamente) impusieron lo menos liberal del mundo: el liberalismo como pensamiento único. Los conservadores no sólo fueron derrotados, perdieron el derecho a existir y tuvieron que disfrazarse de liberales para seguir viviendo en México. Lo único políticamente correcto era ser liberal, aunque fuese mentira.

Dos presidentes liberales encarnaron la contradictoria situación. Benito Juárez, que se mantuvo en el poder con repetidas reelecciones, y Porfirio Díaz, que fue su compañero de armas contra la Intervención y las tomó contra su compañero, bajo la bandera de la No Reelección.

En el poder, Díaz inventó algo notable (distinto a la represión) para pacificar el país: la república simulada. Un extraño engendro liberal / conservador, socialmente aceptado para vivir en paz. 

Los revolucionarios Obregón y Calles perfeccionaron la simulación inventando la corrupción como sistema político apaciguador. Fue aceptada socialmente, como un mal menor a la guerra civil.

Pero, a medida que aumentaba la población moderna, la simulación y la corrupción fueron perdiendo legitimidad. Los mexicanos modernos: Ernesto Zedillo en el poder, Vicente Fox en la oposición y, sobre todo, los votantes que entendieron de qué se trataba, abrieron las puertas a la democracia.

No fue un accidente, sino una larga evolución histórica, que sigue en marcha. Los mexicanos modernos son ahora millones. Y los papeles han cambiado. Hoy, la sociedad es más moderna que su clase política, a la que lleva a rastras al progreso. 

Todavía hay políticos que desesperadamente tratan de apagar la luz para seguir operando en lo oscurito. Y autoridades que no sienten que dependen de la ley, sino del Señor Presidente. Pero la marcha del 13 de noviembre en defensa de la autonomía del Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, frente al acoso presidencial, sacó la casta de la población moderna.

La marcha de multitudes en 50 ciudades del país fue tranquila, ordenada y hasta jubilosa, como puede verse en numerosos videos. Ni basura dejó en las calles, ya no se diga insultos.

En cambio, los insultos del Señor Presidente fueron un triste espectáculo. Y más aún mimetizar la marcha ciudadana, en vez de escucharla.

 

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