Por: Julie Turkewitz and Victor Moriyama
AYACUCHO, Perú.- Más allá de los neumáticos en llamas y los bloqueos de carreteras que custodian manifestantes enfurecidos, después de que incendiaron el palacio de justicia y tuvieron que mandar a los militares para que intervinieran, había un funeral en marcha.
En un ataúd blanco cubierto con la bandera de Perú, el cuerpo de Clemer Fabricio Rojas, de 22 años, recorrió la carretera el sábado entre una multitud tan densa que parecía flotar. Su madre lloraba. Y entonces, justo cuando el féretro pasaba por una intersección, un segundo féretro bajó por la calle transversal, esta vez con el cuerpo de Christopher Michael Ramos, de tan solo 15 años.
“¡Justicia!”, gritaban los dolientes.
Más de una semana después de que Pedro Castillo, el primer presidente de izquierda del país en una generación, intentó disolver el Congreso y gobernar por decreto, Perú se tambalea tras las protestas masivas que desencadenaron un vertiginoso drama que acabó con su detención y la investidura de su vicepresidenta como nueva cabeza del poder ejecutivo.
Las protestas, que protagonizan partidarios de Castillo, han desembocado en enfrentamientos con la policía y el Ejército, con 25 muertos hasta el momento, cientos de heridos y un país profundamente dividido por el mandato de la nueva presidenta, Dina Boluarte, exaliada de Castillo. Perú sigue en estado de emergencia, con muchas libertades civiles suspendidas, así como el Ejército y la policía encargados de hacer cumplir el toque de queda en algunas partes del país.
En pocos lugares las tensiones son más evidentes que en Ayacucho, un departamento abrumadoramente pobre, en gran parte rural, lejos de la capital, que el jueves fue escenario de un encuentro brutal entre manifestantes y militares. El resultado fue de nueve muertos, entre ellos Rojas y Ramos.
Durante una entrevista, el dirigente local de la Defensoría del Pueblo, David Pacheco-Villar, dijo que, después de que un grupo se dirigió al aeropuerto, quizá un intento de usarlo como sede de la manifestación, los soldados respondieron con un “uso desproporcionado de la fuerza”, lanzando un asedio de horas de duración en el aeropuerto y los barrios circundantes.
Pacheco-Villar confirmó que al menos dos videos que circulan en redes sociales muestran a soldados que apuntan con sus armas a la altura del cuerpo, mientras que al menos otro video muestra a los militares que lanzan lo que parecen ser botes de gas lacrimógeno desde helicópteros.
Otros videos de la jornada muestran a manifestantes que lanzan piedras y quizá utilizan hondas. Pacheco-Villar aseguró que no había visto pruebas de que ningún civil tuviera armas, pero que la fiscalía investigaría lo ocurrido el jueves.
El Ministerio de Defensa señaló mediante un comunicado que sus soldados en Ayacucho habían estado respondiendo a un ataque de una “turba” armada con “objetos contundentes, explosivos y armas de fuego artesanales”.
“El Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas lamenta profundamente la muerte de estas personas”, agregó el comunicado.
Las protestas en Perú reflejan la creciente frustración en gran parte de América Latina, una región rica en recursos naturales, donde la riqueza a menudo no ha llegado a los pobres.
El descontento por la pobreza y la desigualdad se remonta a la época colonial, pero ha estallado en los últimos años, primero, después de que el aumento de los precios del petróleo y los metales llenara las arcas del gobierno, pero no creara equidad de manera significativa y, después, hace poco, cuando la pandemia y la inflación borraron cualquier avance conseguido.
En los últimos años, las grandes protestas en Bolivia, Chile, Colombia y otros países han supuesto importantes amenazas para la estabilidad.
Castillo, agricultor, profesor y activista sindical, ganó las elecciones democráticas a la presidencia el año pasado, aunque nunca había ocupado cargos públicos, con el apoyo de los peruanos de las zonas rurales, que durante mucho tiempo se habían sentido excluidos de las esferas de poder. Como muchos de los políticos del país, su gobierno se vio envuelto en escándalos de corrupción desde el principio y afectado por una clase política también plagada de disfunciones.
Ante el tercer intento del Congreso de destituirlo este mes, Castillo declaró que disolvería el Congreso y crearía un gobierno que gobernaría por decreto. Esas medidas exceden de manera clara los límites del poder presidencial establecidos en la Constitución peruana. Los opositores de Castillo e incluso su propio gabinete declararon que se trataba de un intento de golpe de Estado y además, torpe, dado que no parecía haber conseguido ningún apoyo.
Sin embargo, algunos de sus partidarios argumentaron en entrevistas que Castillo había sido manipulado por élites astutas deseosas de recuperar el poder y empezaron a pedir que lo restituyeran en el cargo.
Ayacucho se encuentra a diez horas en auto de Lima en dirección sureste, en un paisaje de colinas calvas y bosques de nopales. Su capital, llamada Ayacucho, pero conocida localmente como Huamanga, tiene una plaza de la época colonial y calles estrechas. En 1824, la región fue escenario de una batalla que puso fin al dominio español en Perú. Muchos de los habitantes de Ayacucho son indígenas y las generaciones mayores hablan quechua en primer lugar y español en segundo.
Durante las décadas de 1980 y 1990, Ayacucho se convirtió en un campo de batalla central en el conflicto interno de Perú, que enfrentaba a un brutal grupo marxista llamado Sendero Luminoso con un gobierno en ocasiones igual de violento. Los campesinos pobres, atrapados en medio, a menudo fueron acusados injustamente de ser colaboradores de Sendero Luminoso.
Al menos 70.000 personas murieron en todo el país a causa de la violencia, más de un tercio a manos de las fuerzas armadas, según una comisión de la verdad.
Hoy, en Ayacucho, persiste una profunda desconfianza hacia el Ejército y el gobierno central y muchos dicen que, cualquiera que se atreva a protestar es señalado por las autoridades como “terruco”, un insulto que quiere decir “terrorista”.
Pacheco-Villar, jefe de la oficina local de la Defensoría del Pueblo, afirmó que la protesta del jueves había comenzado de manera pacífica en el centro de la ciudad, pero que los soldados cometieron un “grave error” cuando intentaron impedir que la marcha entrara en la plaza principal.
El grupo acabó entrando en la plaza y, cerca del mediodía, algunas personas decidieron dirigirse al aeropuerto, dijo. Allí, afirma el Ejército, atacaron a los soldados, que respondieron para defenderse.
Pacheco-Villar, que vive a unas manzanas del aeropuerto, señaló que había oído el sonido de disparos. Empezaron a circular videos de heridos y muertos y de otras personas que gritan en las calles para que los soldados se marcharan. Los helicópteros sobrevolaban la zona. Hasta el momento, se reporta que 61 resultaron heridas.
La prima de Rojas, Mayra Condori, de 23 años, estaba entre las personas que se encontraban en el aeropuerto el jueves. “Ellos disparaban a quemarropa”, comentó. “Nos mataron de la manera más cobarde”.
En medio del caos, los manifestantes han prendido fuego a varios edificios del gobierno local, al tiempo que atacaron otras entidades.
Rojas y Ramos procedían de familias pobres de Quinua, una pequeña ciudad a una hora de la capital del departamento.
Rojas estudiaba Física Matemática en una universidad pública. El sábado, sus amigos y familiares llevaron su cuerpo por la plaza principal de Ayacucho en una marcha encabezada por su hermano de 14 años.
“No era delincuente”, gritaba la multitud. “¡Era estudiante!”.
“¡Cierre del Congreso!”, continuaron.
Y luego increparon a la nueva presidenta: “¡Dina, asesina, el pueblo te repudia!”.
Después, los dolientes se dirigieron a Quinua, donde llenaron una gran iglesia blanca para celebrar la misa.
Afuera, mientras repicaban las campanas de la iglesia, niños con tambores entonaban un lamento y mujeres con trenzas tradicionales, faldas y sombreros negros permanecían en silencio, con lágrimas en el rostro.
Ramos, de 15 años, fue una de las personas más jóvenes que han muerto en las protestas. En Quinua, su hermana, Analuz Ramos, de 18 años, dijo que había sido como una madre para él, pues lo cuidaba mientras sus padres trabajaban.
Su madre vendía comida en las calles, mientras que su padre era albañil.
“Lo que yo aconsejaría”, opinó Ramos, dirigiendo sus comentarios a los manifestantes, “sería que sigan luchando”.
Tras la misa, una orquesta local tocó una canción de luto, marchando con los dos féretros y al menos mil personas por las calles.
Entre ellas estaba Marleni Durán, de 48 años, madre de dos hijos, que describió la vida en la región como difícil. Dijo que se levantaba a las 4 a. m. para comprar alfalfa, que revende en un mercado, junto con un postre tradicional de maíz. Termina su jornada alrededor de las 10 p. m.
Por todo ello, Durán lleva a casa alrededor de 8 dólares al día, comentó, mientras que un balón grande de gas para cocinar ha subido de precio, ahora cuesta aproximadamente lo doble.
Su hermana, Luisa Quispe, de 59 años, señaló a los muertos. “Acá tiene justicia el que tiene plata”.
Finalmente, llevaron los féretros hasta el arco del cementerio, donde fueron sostenidos en alto, rebotaron y giraron para darles a los dos jóvenes su último baile.
Luego, la multitud cruzó bajo el arco, marchando junto a las criptas de ladrillo y hormigón del cementerio, y la familia de Rojas se preparó para deslizar su cuerpo en su bóveda.
Su madre, Nilda García, se inclinó sobre el ataúd abierto, gimiendo en quechua: “¡Ya no vamos a ver a mi hijo nunca más!”.
Poco después cerraron el ataúd, retiraron la bandera de Perú y la hicieron bola.
Cuando el ataúd desapareció, García cayó al suelo, mientras los amigos de Rojas, embargados por la rabia y la pena, empezaron a aferrarse a la cripta.
“¡Clemer, papacito!”, gritó García. Y entonces, los niños tamborileros retomaron su ritmo.
Mitra Taj colaboró con este reportaje desde Lima, Perú.
c. 2022 The New York Times Company