El abrupto abandono por parte del régimen chino de la política de COVID cero puede tener gravísimas repercusiones tanto en pérdida de vidas humanas como en el plano económico mundial. 

Tras una férrea estrategia de aislamiento total de los infectados, y de sus posibles contactos, seguida por el gigante asiático desde el inicio de la pandemia a comienzos de 2020, las masivas protestas sociales contra el Gobierno lo han forzado a variar el rumbo y adoptar una aproximación hacia la pandemia similar a la del resto del mundo, pero lo ha hecho saltándose el vital paso intermedio de la inmunización, una arriesgada apuesta de imprevisibles consecuencias.

Miles de ciudadanos chinos protagonizaron en noviembre una sorprendente e inédita protesta por todo el país ante el hartazgo derivado de la prolongada e ineficiente estrategia de COVID cero que, en numerosos casos, daba lugar a absurdas y desesperadas situaciones con vecinos confinados en edificios, trabajadores en fábricas o consumidores en centros comerciales durante semanas y a veces sin alimentos. 

A pesar de ver cómo su control sobre el Partido Comunista y el país se consolidaba de manera incontestable, Xi Jinping tuvo que hacer frente a las protestas callejeras más importantes desde la matanza de Tiananmén de 1989 y optó el día 7 por relajar notablemente las draconianas medidas impuestas desde el primer brote de la enfermedad en la ciudad de Wuhan. 

De manera que China se dispone a convivir con el virus pero, a diferencia del resto del mundo, lo hace tras varios años tratando de evitar totalmente la exposición de su población, a resultas de lo cual está mal inmunizada.

Así, el miedo se está instalando en una población que durante dos años ha recibido un mensaje oficial de terror ante el más mínimo contacto con el virus, con una vacuna menos eficiente que las desarrolladas en Occidente, con una tasa de vacunación de refuerzo muy baja -apenas el 42,3% en mayores de 80 años- y la constatación de una velocidad fulminante de expansión de la variante ómicron, la predominante actualmente. 

Los ciudadanos con más recursos tratan de obtener vacunas occidentales en lugares como Macao, donde han estado disponibles para turistas, mientras que los que tienen menos recurren a la medicina tradicional china.

El verdadero problema es que no se trata de una cuestión de percepción popular. Los datos internos manejados por los organismos oficiales de China difundidos por agencias internacionales hablan de 248 millones de contagiados (un 18% de la población) solo en los primeros 20 días de diciembre. 

Epidemiólogos de todo el mundo calculan que pueden producirse millones de muertos debido a la baja tasa de vacunación de los grupos vulnerables y el colapso que puede producirse en el sistema sanitario chino.

Precisamente durante estas fechas está previsto el viaje de millones de personas a las áreas rurales, peor preparadas sanitariamente, con el consiguiente riesgo de extender la enfermedad. 

La preocupación se está trasladando al resto del mundo. Países como Japón o Italia estudian ya implantar restricciones a los viajeros procedentes de China ante el temor de una nueva oleada de contagios.

En ningún caso se trata de ver cuál ha sido el mejor camino para luchar contra una enfermedad que sigue presente y que causa muertes diarias en todo el mundo, sino de abordar el problema de una manera racional y científica. Si la prolongada política de aislamiento total frente al virus se ha demostrado equivocada, un súbito giro de 180 grados puede serlo igualmente.

 

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